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SINOPSIS
Se trata de una historia sobre la bahía de Cádiz y la gente que la habita. El punto de comienzo son los esteros de San Fernando, revitalizados desde 2013 por la Asociación Bahía de Cádiz, que apuesta por su sostenibilidad como motor económico, turístico y ecológico...
INTÉRPRETES
Documental con MARÍA ESQUIVEL, SANDRA PÉREZ, PABLO PÉREZ MARTÍNEZ, JESÚS GÓMEZ SANDOVETE, RAFAEL SÁNCHEZ SAUS, JUAN JOSÉ IGLESIAS RODRÍGUEZ
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DE CÓMO EMPEZAMOS A MIRAR AL SUR DEL SUR...
Como hijo de maestros, y docente también, mis años nunca fueron años naturales, inconscientemente ordeno las ideas y los hechos en función de los cursos. El curso 2016-2017 fue especialmente duro. Dos de mis tíos más queridos nos dejaron (Miguel Blanco y Jesús Verde Mederiz) e, inevitablemente, el concepto de familia se reconfiguró. Junto a otras historias que aquí, en estas líneas, no vienen al caso, digamos que nos acabó invadiendo una sensación de cambio de ciclo. Apenas salvó aquella racha el nacimiento de Manu, ajeno a este contexto cambiante en que hubo de venir al mundo.
En momentos complejos, como siempre, conviene subirse el cuello de la guerrera y apretar los dientes. Ya pasará –se convence uno– el tiempo de las lluvias y vendrá, inevitablemente, la calma densa que sucede a toda tempestad. En aquella época, los amigos –que bien te quieren– hacían invitaciones a tomar vino pitarrero en las más variadas tascas en que, por algún motivo u otro, también ellos acabaron buscando refugio en ciertos
momentos de sus vidas.
Un día, aprovechando cualquier excusa –debió de ser tan mala que ni la recuerdo– fui en mi vieja moto a Chiclana de la Frontera (Cádiz) a encontrarme con mi antiguo compañero Juan Manuel Barrios. Barrios es de esos amigos que te doblan los años, con nietos de la edad de tus hijos y junto a quien, sin embargo, sientes que acaso en otra vida combatiste en la batalla de Stalingrado. Bebiendo vino en la estancia humilde y modesta de la cofradía de pescadores de Sancti Petri –con los pies metidos en serrín y sobre la barra metálica los adeudos apuntados en tiza–, entre el tumulto, me dijo: «Mira a tu alrededor. Aquí hay una historia, y tú deberías contarla». Me di la vuelta prudentemente y luego volví a mirar fijamente a mi interlocutor. Solo resolví decir: «Te escucho». —«Verás, acabo de entrar en una asociación para la defensa y la puesta en valor de los esteros. ¿Tú sabes qué es un estero…?».
Huelga decir que quien suscribe estas líneas no tenía la menor idea de qué diablos fuera eso. Vengo de familia de montaña y la mar, casi de forma inconsciente, sigue siendo para mí ese terreno inhóspito e interminable donde el mundo conocido se quiebra, en el que se adentran los aventureros y piratas de ultramar en busca de la incertidumbre y el albedrío, propio de las hazañas de Ulises. Demasiada épica para tan modesto grumete.
Aquella tarde bebimos vino chiclanero sin parar, comimos pescado como solo se lo sirven a los propios marineros de la cofradía y recorrimos varias tascas, para terminar en un chiringo en horas bajas (era otoño, no quedaba nada de los turistas del verano) regentado por un cubano que bebía solo mirando a la mar. A lo largo de ese día Barrios, acompañado de una vieja libreta, sacó resúmenes, esquemas y notas de su puño y letra, todo en hojas gigantes de tamaño A3, de modo que, en mitad de donde estuviéramos, parecíamos estar buscando un tesoro con mapas y jeroglíficos inclasificables dispuestos en la mesa. A menudo sus propias notas manuscritas se manchaban de vino, cerveza, o de la pringue del pescaíto frito, dando a esos legajos tal estatus de veracidad que difícilmente alguien habría puesto en duda nada que de ahí saliera. A lo largo de varias horas me explicó qué eran los esteros, cuál era su idea de reordenación del espacio, de la cosa pública, cómo había diseñado una política económica productiva trasversal a modo de cooperativas, y cómo creía poder convencer a las administraciones de que invirtieran en este proyecto que, como un pulpo, tenía tentáculos en muchos ámbitos diferentes. De hecho, incluso había ya entrado en contacto con profesores de la Universidad de Cádiz y otros organismos públicos.
«Todo está aquí», decía apelando a sus apuntes, como si fueran las tablas supremas de la ley. «Pero claro, todo esto hay que contarlo», me dice, «tú deberías contar en un reportaje o en un documental todo esto a la sociedad: tenemos un potencial gigante para esta tierra olvidada».
Ciertamente, como fotoperiodista uno no puede más que analizar los encargos desde la dimensión gráfica de ese entorno: la Bahía me cautivó. Con la cámara al hombro –y mi sempiterno 35mm f1.4 de los años 70–, pasé de fotografiar dentro de las tascas a deambular por los esteros que, insistentemente, me recordaban a las famosas fotografías de Héctor Garrido (que tan magistralmente supieron adaptar al cine Alberto Rodríguez y Rafael Cobos en La isla mínima). El impacto fue tal que a la mañana siguiente, sin avisar a nadie –ni siquiera al bueno de Barrios–, volví en mi moto a fotografiar el amanecer. Fue cuando me convencí de que, ciertamente, ahí había una historia.
Aparqué junto a la cofradía –aún me recocían del día anterior los marineros– saqué mi moleskine de la bandolera y comencé a diseñar planos, enfoques, temas… un primer esbozo del guión con algunos personajes y a ordenar mis ideas, caóticas y poco estructuradas (más aún que de costumbre). Ese día por la tarde conocí al resto de la tropa: Juan Manuel Barrios, José Casas (alias El Casitas), José María Romero, Ismael Sánchez, Emilio Illescas, José Dominguez (Pepón) y todos los demás. No había en aquel momento ni una sola mujer… la conciliación, ya se sabe, sólo es un lema electoral.
Empezamos a trabajar desde bien pronto en la vida de la asociación y en apenas dos años logramos avanzar mucho: un buen puñado de mujeres se incorporaron a la dirección, comenzamos a desarrollar dinámicas en grupos interdisciplinares bien coordinados, conseguimos que se incluyera en la agenda política de diferentes ayuntamientos la revitalización de los esteros de la Bahía, la asociación decidió presentarse como cooperativa a licitaciones de cesión de salinas y esteros, se redactaron muchos dossiers y planes estratégicos… y, mientras tanto, este pequeño documental seguía creciendo en huecos robados a mi oficio de profesor universitario y del resto de quehaceres.
Se me antoja fundamental reseñar que esta película, humilde y espartana en la forma, pero ambiciosa en el fondo, se ha hecho sin un solo euro de financiación ni pública ni privada. Todo el que en ella participó (empezando por quien suscribe estas líneas y el resto del equipo), lo hizo sin ningún tipo de interés económico. En ocasiones, algunos de los entrevistados aparecían con una fiambrera con chicharrones, sal de estero y un limón, otro con una bota de vino, incluso alguno, como Pepón, terminaban su locución en su propio cultivo de ostiones con un «picha, tú querrás probar ahora unas ostras cuando termines de recoger las cámaras, ¿no?». Eso, unido a las comidas en casa de Barrios, las visitas al mercado de Chiclana con José María, los vinos en la cooperativa con Bego e Ismael, mis idas y venidas al taller local por los problemas con mi vieja moto, los madrugones, el sol sin tregua y el calor (dos insolaciones, una por año, lo demuestran), así como el sempiterno levante, los trenes, o las decenas de kilómetros cargando con equipo, hicieron un rodaje –dilatado en casi dos años muy discontinuos– francamente especial: trenzado con una visión de todo cocinada a fuego lento, muy artesanal, y bien lejos de la lógica que imponen los despachos oficiales.
Y así, a lo largo de sus más de mil horas de brutos y 4,5 TB de información, fueron apareciendo algunos de los temas que posteriormente se traducen –y traslucen– en el metraje de la cinta.
Fue, dicho está, un rodaje lleno de alegrías y también algunos sinsabores.
Como el infarto que sufrió el bueno de Emilio Illescas justo cuando encarábamos la recta última del rodaje, y que le impidió estar en el metraje final. También es imposible olvidar el levante, un levante especialmente crudo que hacía tambalear la moto cuando aparecí en la Bahía cargado de trípodes y macutos. Una metralla incómoda que se metía por las rendijas del casco, hacía culear todo vehículo, y a ratos recordaba a las tormenta del desierto que varios años atrás había vivido como reportero en Tindouf o Siria. En ocasiones trabajábamos con plazos tan imposibles que, aun en mitad del peor levante, debíamos rodar, a sabiendas de los quebraderos de cabeza derivados de filmar con un contexto sonoro incompatible con el oficio. Pero se hizo lo que se pudo y, como decían Les Luthiers, «sonamos pese a todo».
Y sonamos porque este documental ha sido posible también gracias a la implicación de todos los participantes: ellos mismos contaban historias tras las cámaras, nos daban pistas y, ante nosotros, la Bahía entera se vistió de números de teléfono anotados en los cucuruchos del papel de estraza de los camarones, de nombres y referencias anotados en las servilletas de las tascas, de whatsapps imposibles con gente con los que nunca pudimos quedar. Los días frenéticos de rodaje jalonaban las noches con mensajes de madrugada del tipo (y este es literal): «Encontré la foto de la factoría de conservas de atún de Sancti Petri, mañana te la mando escaneada. ahora descansa, picha. Mañana dan levante.
Tranquilo que tenemos chicharrones». Fueron varios miles de kilómetros entre moto, coche, trenes, barcos y hasta una barcaza.
Son todas historias pequeñitas que, sin embargo, creemos que merecían contarse.
GALERÍA DE FOTOS
https://cineymax.es/estrenos/fichas/100-a/129965-al-sur-del-sur-2018#sigProId9d6652a201