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NOTAS DEL DIRECTOR...
Algunos dicen que el rostro conocido de Miguel Hidalgo, ése que está impreso en los billetes de mil pesos, no es el suyo, sino el de un sacerdote belga que hizo retratar Maximiliano para que los mexicanos tuviéramos una imagen del héroe independentista. Dicen también que se escogieron ciertos razgos físicos para retratarlo, como la calvicie, pues por la década de 1840 se creía que la alopecia demostraba inteligencia.
La visible senectud de ese retrato que todos conocemos hoy, nos muestra a un anciano de mirada dulce que garantiza invariablemente el respeto de cualquiera. ¿Quién puede dudar de un viejo sabio con una mirada así?
Y es este rostro empañado y gris el que el guión de Leo Mendoza borra con singular alegría para destapar ante nosotros a un Hidalgo mucho más real. El guión, además de contarnos pasajes de su vida poco conocidos, nos descubre a un hombre fascinante lleno de luces y sombras: la personalidad de un estudioso integro y tenaz, pero también la de un ser irreverente y rebelde, mucho más joven y menos sereno, aficionado a la música, al baile, al teatro y a la lectura. Un ser humano al fin, muy lejano a esa mítica imagen del anciano benevolente y heróico retratado en los billetes.
Su gusto por el teatro, y sobre todo por el teatro de Moliere lo emparenta con ese gran maestro de la irreverencia y la ironía, que supo retratar a la sociedad de su época para ayudar a cambiarla. Como también la cambió él, el cura comediante de Dolores y de Torres Mochas, ese otro pueblo donde Hidalgo estableció su casa, a la que se le conoció como “La pequeña Francia”. Unir a Hidalgo y a Moliere en una película, es unir el mito con el hombre y es unir el teatro con el cine, ambos oficios liberadores de ideas y espejos de su tiempo, como espejos fueron también en el suyo, Jean Baptiste Pocquelin “Moliere” y Miguel Gregorio Hidalgo y Costilla y Gallaga Mondarte.
NOTA AL MÁRGEN...
A los veinticinco años soñaba con ser actor. Hice un viaje por Italia, y me inscribí en un curso de Commedia del’Arte: ese antiguo género italiano donde Arlequino, Pantalone, Francescina, el Capitano y un sin fin de máscaras y personajes, recrean a través de la improvisación, complicados y políticamente incorrectos entuertos y aventuras. Y esta experiencia me permitió entrar a formar parte de una compañía especializada en ese género, el Tag Teatro de Venecia, a la que acompañé varios años viajando como actor, por las calles, plazas y teatros de pueblos y ciudades donde presentábamos nuestros espectáculos. Fue en esa compañía donde conocí a Gozzi y a Moliere.
Años después, ya en México, Sabina Berman me invitó a dirigir Moliere, una espléndida obra suya donde enfrentaba a los dos géneros rivales del teatro: la comedia y la tragedia. Aquello era un duelo a muerte encarnado por los dos dramaturgos franceses más representativos del S.XVII: el ligero Moliere contra el pomposo y solemne Racine. Y al recibir aquella invitación sentí una gran emoción, no sólo porque iba a hablar de esa guerra tan apasionante y antigua, sino porque ante mí revivían todas aquellas experiencias de ese teatro vital, original y trashumante que conocí más joven en la compañía italiana.
Hoy que llega a mis manos esta historia de Hidalgo y Moliere, siento la misma emoción. No sólo por poder montar de nuevo una tarima a plena calle y jugar con un teatro que enfrenta a través de la comedia, los vicios de una sociedad y sus estructuras de poder, sino porque eso que amo tanto, el teatro, me regala la oportunidad de comunicarme directamente con ese otro oficio que aprendí después: el cine. Y puede ser una idea guajira, pero ¿por qué no? Quizás haya sido ese mismo teatro, una de las influencias decisivas para que Hidalgo se levantara contra el poder de sus tiempos y cambiara un país.