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NOTAS DE LA DIRECTORA...
Durante muchos años creí que mi abuela era una foto: aquella foto de Beatriz, alta, vertical como los árboles, con el abrigo echado sobre los hombros y una sonrisa enigmática como la de la Mona Lisa, estaba en casa de todos los miembros de mi familia. En casa de mi padre, esta fotografía siempre ha estado sobre el mueble que contiene los recuerdos y las cosas de mi madre. La abuela, a quien le gustaba que la llamaran Triz, siempre había vivido allí. Como si velara por los recuerdos de mi madre.
Esa foto, que vivía en forma de altar en todas las casas, siempre me había hecho sentir que había algo que yo debía saber. Me hacía feliz que aquella foto pudiera ser mi abuela. A los seis años decidí que mi abuela Triz era una foto. A los once, mi madre se puso enferma. A los diecisiete, murió. Tardé en entender el estrecho vínculo con mi padre que aquello construía. Cuando mi madre murió, mi padre y yo nos encontramos en la ausencia de la palabra «madre».
Pasaron varios años. Abandoné Portugal y me fui a estudiar a Inglaterra. Llegué a Londres durante la crisis económica portuguesa, que coincidía con mi crisis personal. Un día, en un Skype con mi padre, me contó que mi abuelo Henrique quería quemar la correspondencia entre Beatriz y él. Me quedé muy impactada. Mi padre escuchó mis argumentos, todos altamente emotivos, y terminó la conversación diciendo: «Sí, Catarina, pero es la correspondencia personal entre ellos dos. Es su intimidad y nadie tiene nada que decir». Mi padre no me dio ninguna esperanza de poder acceder a las cartas. Y al mismo tiempo me dio todo lo que necesitaba para tener la certeza de que quería hacer una película sobre Beatriz. Porque no es justo que los muertos mueran dos veces. Estábamos en 2014.
Cuando dio inicio el proceso de vender la casa de mis abuelos, supe que el final de las cartas estaba próximo. Esto me entristecía mucho, porque creía que Triz vivía en aquellas palabras. Bajé al sótano de la casa, donde, ocultos bajo el polvo, yacían los baúles que contenían la correspondencia de mis abuelos. A sabiendas de que estaba cometiendo un delito, abrí uno de los baúles y vi un fajo de telegramas. No tenían la letra de Beatriz, pero sí, en pocas palabras, su esencia: «Hijos bien.
Pido a Dios que todo vaya bien. Te echo mucho de menos». Y yo, que hasta la fecha nunca he creído en Dios, empecé a creer en Beatriz.
La abuela Triz no era una foto. Existía, y yo necesitaba saber quién era. Quise saberlo todo: leí sobre la dictadura, sobre ser mujer en esa época en Portugal y sobre lo que las mujeres podían y no podían ser. Investigué sobre las asociaciones en las que trabajó mi abuela, fui al cementerio de Ajuda donde está enterrada, fui muchísimas veces a la iglesia de São Domingos, fui a misa en los Jerónimos…, pero Beatriz no vivía allí.
Beatriz vivía en mi padre y en mis tíos. Entablé una serie de conversaciones con todos ellos sobre su madre. Con todos entendí cosas y me enteré de otras, no solo sobre la abuela Triz, sino sobre cada uno de ellos y sobre una determinada época. Se hacía evidente que esta película no era solo sobre Triz. Era sobre la madre de mi padre. Mi madre. Las madres. Las madres de las madres. Las madres de las madres de las madres. Pero también sobre un determinado periodo histórico que yo no había vivido: un periodo tan distinto del que vivimos hoy y que tenemos el deber de no olvidar. Es un gran privilegio vivir en “libertad”.
Hay cosas en esta película que no sucedieron exactamente así. Pero podían haber sucedido. Hay tiempos cambiados, personajes cambiados, palabras cambiadas, ideas mías proyectadas en la adolescencia de mi padre y de mis tíos y angustias mías proyectadas en sus dolores. A lo largo de estos años, entre las muchas cosas que mi familia me ha contado sobre Triz y sobre mi madre, existen enormes espacios en blanco. Porque hay muchas cosas que las familias no cuentan.
Forman parte de eso que llamo cariñosamente «el misterio de las familias».
Las familias son una colección de secretos. Esta película nunca podría ser un documental en el sentido de una película que retrata «la» realidad: ¿cuál de las realidades? Y, a fin de cuentas, ¿qué es eso de la realidad? Si no podía quedarme con las cartas, tendría que inventármelas. Como no conocí a mi padre y a mis tíos cuando eran jóvenes, tendría que imaginármelos. Y en cuanto a Beatriz… fue creciendo con lo que me contaron, con lo que observé y con lo que imaginé que sería. Como un puzle.
Los muertos no saben que están muertos. La muerte es asunto de los vivos. Quizá por eso Beatriz grabó un vinilo que le envió a Henrique cuando él estaba en una de sus misiones en el mar.
En el mar, Henrique pudo oír la voz de Beatriz y de sus hijos, que crecían sin que él pudiera verlos. El vinilo sobrevivió a la muerte de Beatriz, permitiéndonos creer a los que quedamos que ella está siempre cerca. Esta película es un hogar para los fantasmas y para sus recuerdos.