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CRITICA
Por: PACO CASADO
En los primeros años de la década de los 30 aún coleaban los efectos de la Gran Depresión en las zonas agrícolas y ganaderas del país norteamericano.
En una pequeña localidad, donde todos se conocen, ejerce de abogado Atticus Finch, un viudo con dos hijos de corta edad, Scout y Jem, en la que los sentimientos raciales signen tan vivos como en los días de la Guerra de Secesión, con el agravante de que es a la población negra a la que se le hace responsable de todos lo males que aquejan a la nación.
Atticus, todo un sinónimo de honradez, sentido de la justicia y de bondad, acepta defender de oficio a un hombre de color al que se le acusa de haber violado a una muchacha de raza blanca.
Esto lo enfrentará a todos sus convecinos llegando al extremo de poner en peligro su vida y la de sus hijos.
Lo primero que se respira en Matar un ruiseñor (1962) es una profunda sinceridad por parte de Robert Mulligan.
Lo segundo es una completa humildad, también por parte del director, y lo tercero que se vive, es esa atmósfera cargada de calor y de odio, de misterio, de claridad, de enfrentamiento de las fuerzas naturales y sobrenaturales que se aprecian en las novelas de William Faulkner o de Truman Capote.
Esta atmósfera está dulcificada por la visión infantil de los dos pequeños protagonistas.
La sinceridad de Robert Mulligan está en el ritmo que ha imprimido a la película.
Lentitud, contención, tal como necesitaba el argumento, basado en la única novela escrita por la sureña Harper Lee, de igual título, dejando de lado esa necesidad comercial de que ocurran muchas cosas, pero no dentro de los personajes, sino fuera, lo más exteriormente que sea posible.
Sinceridad de un director al arriesgarse frente al público obligándolo a lentificar el latido de sus corazones y acompasarlo con los de los niños, Scout y Jem Finch, los dos hijos del valiente abogado.
La humildad de Mulligan la encontramos en el sensible tratamiento cinematográfico, a través del cual ha sabido darse cuenta perfectamente de que era posible penetrar en el universo construido por Harper Lee, la autora de la novela, ganadora del Premio Pulitzer, de la que tenía que desprenderse de los efectismos e intensificar en este caso el valor de la interpretación y así mismo también de la música compuesta por Elmer Bernstein.
Lo que de la novela hay en el film nos dice mucho y bien sobre la escritora de Alabama, de 34 años cuando publicó su única novela, sobre su tierna visión del árido y contrastado Sur norteamericano, sobre su valentía al ofrecer claramente su postura antirracista de oposición a todo lo que suponga segregación racial, y sobre la solidez de sus conceptos familiares y religiosos, el sentido del deber y la importancia de vivir en comunidad, basados en la confianza optimista del hombre en esta crónica costumbrista y de intriga.
No cabe duda de que esta cinta gustará a todos los buenos aficionados al cine.
Pero además agradará a todas aquellas personas cuya sensibilidad esté medianamente cultivada, aunque sus conocimientos cinematográficos sean únicamente someros.
Decimos esto teniendo en cuenta que los primeros valores que se nos vienen a la vista, como el argumento, la interpretación y la música, están perfectamente concebidos para atraer a la mayor cantidad posible de espectadores.
El único defecto que se nos ocurre que podemos achacarle es la excesiva duración del juicio.
Por lo demás nos parece una espléndida adaptación de una gran novela.
Oscar a Gregory Peck, guion adaptado y dirección artística en blanco y negro. Premio Gary Cooper en el Festival de Cannes. David de Donatello a Gregory Peck. Globo de oro a Gregory Peck, música y mejor promoción internacional. Premio Laurel de oro. Premio PGA a la producción de Alan J. Pakula. Premio de los escritores americanos al guion.
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