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CRITICA
Por: PACO CASADO
A pesar de los años que han pasado desde su estreno a esta reposición, el tiempo no ha dejado la más mínima huella en sus imágenes, pero sí en la historia del cine y en el recuerdo de los mejores aficionados al séptimo arte que con otras como la presente adquiere caracteres de auténtica importancia.
Aureolada con la más brillante fama obtenida en su tiempo, nos llega ahora nuevamente al cabo de 22 años, fresca como el día de su estreno esta obra, una de las más logradas y perfecta que le recordamos al viejo maestro irlandés John Ford.
'My darling Clementine' (1946), que ese es su título original, es una obra redonda, completa de principio a fin.
Apenas si han pasado los títulos de crédito cuando se puede ver que estamos ante una película de John Ford, ya que el paisaje nos delata rápidamente su presencia.
Esas montañas que parecen como una constante, como un adorno sin el cual el viejo director no se encuentra a gusto, que se repiten a lo largo de casi todos sus films: 'La diligencia' (1939), 'Las uvas de la ira' (1040), 'Qué verde era mi valle!' (1941) todas tienen el mismo decorado y personajes que se repiten una y mil veces sin que por ello podamos tacharlo de falto de inspiración, ya que son personajes que bajo los moldes que Ford ha creado, tiene cada uno una vivencia distinta, unos caracteres propios y el soplo de inspiración que los hace ser esos héroes cotidianos, anónimos, hombre y mujeres de una sola pieza.
¡Cuántas veces hemos visto desfilar a esos hombres por las praderas del Oeste! y sin embargo nunca como los mueve Ford.
Porque junto a este heroísmo, a este actuar, tienen una humanidad característica propia, a veces irrepetible.
Ford ama a sus personajes y por eso los hace vivir en cada nueva cinta, aunque disfrazados con otros nombres, pero todos sabemos que son ellos mismos.
Tal vez por ello Pasión de los fuertes (1946) sea un título clave en su filmografía.
Cada paisaje, cada escena, cada plano, resulta ser una verdadera enciclopedia ilustrada con la que se puede aprender la mejor manera de hacer cine.
Ese cine fácil y a la vez difícil que John Ford hace como quien respira, con la mayor naturalidad del mundo.
Si antes gozaba de prestigio esta película, ahora se pueden apreciar mucho más los valores que encierran sus imágenes.
Antes podía quedar como un simple film del Oeste, de ese género que durante tanto tiempo se ha despreciado, pero que ha sido un filón para hacer tantas y tan grandes cintas de auténtico valor puramente cinematográfico y que en tan alta estima ha colocado al cine norteamericano ante la critica de todo el mundo.
Tan sólo siendo un grande como Ford se puede hace un cine así, con la soltura y la calidad como él lo hace, saltándose todas las reglas del lenguaje, en aras de una mayor comprensión, de una mejor conveniencia a la planificación y no teniendo nunca en cuenta el favorecer al Star System.
Por ello no le importa elegir actores de categoría en lugar de estrellas que les estorbaran a sus planes y a sus ideas.
Posee escenas antológicas de montaje, como por ejemplo la conversación que mantienen Henry Fonda y Victor Mature en la barra del bar, con un auténtico dominio del espacio fílmico, saltándose el eje, pero siempre quedando clara en el espectador la idea de lo que quiere contar y teniendo pleno sentido la colocación de los actores con respecto a la cámara.
Tiene otras en las que Ford se asoma a la comedia que lleva dentro, como la de la barbería y la de la fiesta en la iglesia.
Otras están llenas de poesía y algunas de gran violencia formal como las del duelo final.
La interpretación es en todo momento ajustada y es de destacar la caracterización que hace del Dr. Holliday, Victor Mature.
Mención especial aparte merece Henry Fonda encarnando al sheriff Wyatt Earp, con una cantidad de matices sorprendente, pero sería inútil seguir aplicando adjetivos a cada uno de ellos.
Todo se complementa con una prodigiosa fotografía de Joe MacDonald en blanco y negro con una gran gama de matices en gris que le da una belleza realmente formidable.
El empleo de la música de Cyril J. Mockridge se hace justo en el momento oportuno y nada en exceso.
El guion es perfecto, quizás sea este el apelativo que mejor le cuadre a esta historia.
Artísticamente, tras todo lo dicho, tenemos que reafirmarnos, una vez más, en que John Ford es uno de los maestros más grandes del cine.
Nastro d'argento al mejor film extranjero. Premio NBR. Premio National Film Registry.
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