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CRITICA
Por: PACO CASADO
Tras el éxito multuitudinario conseguido en el Festival Internacional de Cannes, donde se presentó fuera de concurso, porque Woody Allen, como Ingmar Bergman, se niega ya a competir, desde que no fuera a recoger los Oscars de "Annie Hall" y prefiriera esa noche tocar el clarinete en el "Michael's Club", no obstante, la crítica internacional le otorgó un premio únanimemente y la consideró como una obra maestra.
Ahora nos llega "La rosa púrpura de El Cairo", una fantasía agridulce en torno al cine, su pasión favorita.
Es esta la segunda vez que Woody Allen se queda tras la cámara y no aparece en pantall (la primera fue con "Interiores"). Si echamos una mirada a su última producción, Allen está dedicando en los últimos tiempos un homenaje al mundo del espectáculo.
En "Zelig" lo hacía con el mundo de los actores, que son capaces de transformarse en cada papel, como si de un camaleón se tratara. En "Broadway Danny Rose", lo hacía con los sacrificados músicos o cantantes de cabarets de cuarta fila que luchan cada día por llegar al estrellato.
Ahora en "La rosa púrpura de El Cairo", rinde un homenaje al espectador, a ese ser que acude día tras día a evadirse de la vida real y a introducirse de alguna manera en la pantalla a vivir una aventura distinta cada día y cuya vivencia es tan efímera como el tiempo que dura el rayo de luz del proyector en el blanco lienzo de la pantalla.
Allí sitúa la acción en los últimos tiempos de la depresión americana, en los tiempos de crisis es cuando el espectador va más al cine a evadirse de sus problemas, como Cecilia, una pobre mujer que trabaja en una cafetería mientras su marido, sin trabajo, se dedica al juego y la bebida y la maltrata de vez en cuando.
Ella se refugia en el cine, se evade, se aprende los diálogos de las películas, y lo hace a base de verselas más de una vez, conociendose la vida de los actores y de sus héroes de ficción. Por eso, un día se produce el milagro. Uno de los actores se fija en ella y se sale de la pantalla, se dirige al patio de butacas y le pide que le enseñe cómo es el mundo real.
Va a tropezar con dificultades, porque no es más que un personaje de ficción que está acostumbrada a que un beso termine con un fundido a negro y que no reparará en que el dinero o el champan están trucados. Su ingenuidad le llevará de la mano de una prostituta a un burdel en el que no sabe qué hacer.
Toda esta fantasía genial, que en lo literario tiene mucho de Sartre o de Pirandello, en el que un personaje va en busca de autor, aquí un actor va en busca de su auténtica identidad, o de especie de Alicia, que traspasa el espejo (aquí la pantalla) para ir a otr mundo, no deja de tener también sus connotaciones cinematográficas en un Buster Keaton que hacía algo similar en "El moderno Sherlock Holmes" o en Luis Buñuel, cuando los actores paran la acción porque les falta un personaje y no pueden continuar el relato y se ven aprisionados por la barrera invisible de la pantalla, como si de un desconocido "ángel exterminador" se tratara. O tratando una historia parecida a la de Fellini en "El jeque blanco" en la que una recién casada, en su viaje de bodas, tiene ocasión de vivir una aventura con su héroe de papel al ser trasladado al celuloide durante el rodaje de una película.
Pero Woody Allen va más allá. No se conforma con ello y pone en acción acl actor que busca a su personaje para que no dañe su reputación al andar suelto por las calles y sea capaz de cualquier cosa y estropear así la explotación de su película.
Y no contento con ello hace un retruécano más, introduce a la protagonista, que abandona sus tres dimensiones de carne y hueso, en la pantalla, como antes hiciera lo contrario con el personaje, que deja de tener las dos dimensiones y perder su blanco y negro dle film y devolverle la figura real y en color.
Toda esta peripecia no se le podía ocurrir más que a un genio como Woody Allen que nos habla de su posición favorita, el cine, con la más pura sencillez, llena de poesía e ingenuidad absoluta, como si de un cuento de hadas se tratara y haciendonos ver que tan solo en el cine y en nosotros mismos está la verdad.
Toca una vez más, de pasada, sus planteamientos religiosos y sobre el sexo, en las escenas de la iglesia y el burdel, auqneu no tenga cabida aquí su judaismo.
Cuenta con su fotógrafo habitual, Gordon Willis, y con su actual musa y compañera Mia >Farrow, que está sencillamente encantadora, como el resto del reparto.
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