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CRITICA
Por: PACO CASADO
Aunque otras obras de Federico García Lorca se había llevado a la pantalla, esta es la tercera versión, tal vez la más universal y famosa entre sus dramas escénicos.
Después de la muerte de su marido, Bernarda Alba obliga a sus hijas a llevar un riguroso luto que no les permite ni salir a la puerta de la calle durante ocho años.
Adela, la menor, es la que más sufre esta especie de castigo.
Por su parte Pepe el Romano es la clave de la posible salvación de la que pueda pescarlo en matrimonio.
Era un auténtico reto para Mario Camus que ya había realizado en cine otras adaptaciones literarias como La colmena (1982), Los santos inocentes (1984) o 'Fortunata y Jacinta' (1980) pata la tv..
Pero en este caso había otro desafía, el de ser una obra teatral.
Había que optar por respetar el espíritu y la letra y darles las posibilidades más cinematográficas.
No cabe duda de que el peso de la escena permanece, ya que en muy pocas ocasiones y brevemente se saca la cámara de un recinto cerrado que constituyen las habitaciones y patios de la casa en la que Bernarda encierra a sus hijas para cumplir un luto de ocho años que pesa sobre ellas como una condena y de la tan sólo se podía escapar con el matrimonio.
Tan solo una de ellas, la mayor, Agustina, hija de un matrimonio anterior, tiene novio, un hombre que ambicionado por el resto de las hermanas, como liberación, lo que origina las pasiones y el drama de la tragedia final.
El peso recae sobre Bernarda, sus hijas y las dos criadas que atienden la casa, en un caluroso verano andaluz, por lo que todas las posibilidades estaban en potenciar la interpretación de cada una de las actrices, sometidas a las obligadas normas de las costumbres y la tradición, sobresaliendo Irene Gutiérrez Caba como Bernarda y Florinda Chico en el papel de Poncia.
Muy ajustada la fotografía de Fernando Arribas y algo fría la dirección de Mario Camus.
Tras haber adaptado la novela de Miguel Delibes, Los santos inocentes, que triunfó en el Festival de cine de Cannes, volvió a este certamen, fuera de concurso, con esta otra adaptación literaria, tercera de las cuatro conocidas, de la obra teatral de Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba, para la que se pensó en un principio en Vanessa Redgrave, pero por fin se decidió por el buen hacer de Irene Gutiérrez Caba que da una gran credibilidad al fanatismo de su personaje.
En esta obra habían pensado con anterioridad diversos directores, entre ellos Luis Buñuel, pero fue finalmente Mario Camus, con la colaboración de Antonio Larreta quien se atrevió a adaptar al cine este drama escénico que Federico García Lorca sitúa en 1936, o sea, un par de meses antes de su muerte, en torno a la vida de una mujer que sometía a sus hijas solteras a una tiránica vigilancia, a un infierno bajo un insoportable calor, lo que se dio a entender como una metáfora simbólica de la España negra anclada en el tiempo.
La adaptación cinematográfica respeta fielmente el origen de la pieza teatral que se desarrolla casi toda ella en interiores con algunas excepciones puntuales en un falso patio interior de la casa.
En ese sentido se rehuye de un posible folclorismo en beneficio de una austera severidad a la hora de la puesta en escena.
Mario Camus demuestra inteligencia al apoyarse en las estupendas actrices que tiene en el reparto.
Rafael Palmero ganó el Goya a los mejores decorados.
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