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CRITICA
Por: PACO CASADO
Podríamos ilustrar esta película con la frase más honda de "El diario de un cura de aldea" de Bresson, "Señor, todo es ya gracia".
En el camino entre Dios y los Hombres. El tremendo y fácil problema entre la Providencia divina y la libertad humana. ¿Hasta donde llega el hombre?, ¿Dónde termina Dios?... Ninguna de las dos preguntas se oponen en sus contestaciones porque son tangenciales, o mejor dicho la primera se contiene en la segunda. Todo es ya Dios.
Cuando la fe llega a manifestarse de una manera tan potente como en las monjitas de este largometraje, que han superado mil y mil aventuras en un mundo que no parece de Dios, todo es ya suyo. ¿Cómo pensar que el hombre pueda intervenir más allá del simple movimiento de una mano, que ni siquiera es ya suyo?.
La realidad es que para todos la fe se constituye como el único elemento en que los hombres pueden diferenciarse entre sí. Lo que muchas veces no podemos explicarnos es que la fe nos tome foras tan variadas, cuando nos parece que es lo único comprensible a todos.
Pensemos que la fe, como virtud sobrenatural, solo puede comprenderla en su maravillosa diversidad e identidad, el Dios que nos ha prohijado a todos, y ha extendido sus brazos sobre cada hombre.
Así nos parece de universal esta película en la que se nos amarra su narración como si las ataduras fueran elásticas y no nos dejaran marchar cada vez que decae el interés de la historia.
Pero es que, por debajo de la historia, en una inmanencia está ese espíritu de la fe inconmovible, y cuya seguridad absoluta puede hacerse hasta antipática y sospechosa de fascismo.
Ralph Nelson ha concentrado con perfecta sensibilidad cada pequeño detalle de la cinta, obteniendo, dentro de un humanismo substancial, un catolicismo a toda prueba.
Podríamos poner este largometraje como ejemplo de cine católico, no solo por la riqueza y ortodoxia de sus ideas, sino por la humildad y confianza de su director en sus propios medios artísticos.
De la fotografía hemos de considerar la extraordinaria sobriedad y dificultad.
El empleo casi constante de los filtros, dificulta en muchos momentos la creación del clima, pero eso era en el rodaje, no en la proyección, gracias al extraordinario dominio técnico de Ernest Haller, totalmente apartado, también, de un preciosismo que hubiera estado de más en la concesión del film.
La interpretación de Sídney Poitier hay que destacarla obligadamente para reafirmar la justicia del Oscar que se le concedió por este papel de Homero Smith.
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