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SINOPSIS
Francia, 1789, poco antes de la Revolución. Con la ayuda de una joven sorprendente, un chef que ha sido despedido por su amo encuentra la fuerza para liberarse de su puesto de sirviente y abre el primer restaurante...
INTÉRPRETES
GRÉGORY GADEBOIS, ISABELLE CARRÉ, BENJAMIN LAVERNHE, GUILLAUME DE TONQUÉDEC, CHRISTIAN BOUILLETTE, LORENZO LEFÉBVRE, MARIE-JULIE BAUP, LAURENT BATEAU, MANON COMBES, FÉLIX FOURNIER, CHRISTOPHE ROSSIGNON, FRANÇOIS DE BRAUER
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ENTREVISTA AL DIRECTOR...
¿De dónde surge la idea de la película?...
Después de tres películas de género y otras tres que eran homenajes a parientes y amigos, he querido examinar lo que constituye la identidad de Francia. Los estadounidenses, que trabajan constantemente sobre la mitología y la identidad de su país, son auténticos campeones en este campo. Tienen la bandera con barras y estrellas, el espíritu pionero y el mito del self-made-man. Los ingleses tienen la insularidad y la realeza. Quería pensar en la posibilidad de construir un proyecto sobre el ADN francés. Mientras leía sobre el siglo XVIII, encontré la invención del concepto de restaurante. Nunca me había planteado la cuestión del origen de este lugar que casi podemos decir que forma parte del patrimonio francés. Así que investigué un poco y rápidamente me di cuenta de que había dado con algo. Todo estaba allí: la gastronomía, con esa especificidad francesa que consiste en tomarse el tiempo para sentarse a comer y compartir un momento de convivencia, pero también el Siglo de las Luces y la Revolución.
Resultan sorprendente los paralelismos que descubrimos entre los acontecimientos que conducen a la creación del restaurante de Manceron, el personaje principal (Grégory Gadebois), y lo que vive la sociedad francesa en la actualidad...
Esto es cierto tanto desde el punto de vista gastronómico como cívico. Son las mismas palabras. Se trata de redescubrir el gusto por la comida y favorecer los circuitos cortos. Nos cuestionamos la forma de entender el tiempo, la dimensión política late en todas partes: los privilegiados, por un lado, los pobres por otro, y el sueño de ayuda mutua y de compartir.
Hace coincidir la aparición del primer restaurante con la Revolución francesa...
De hecho, su nacimiento se prolongó más de quince años y el primer restaurante que nació lo hizo en 1782. Es en parte gracias a Turgot, el ministro de finanzas de Luis XVI; fue el responsable de la aparición del restaurante, gracias a la abolición de los gremios y a la liberalización del comercio, que se puso en marcha para bajar los precios e intentar frenar la crisis económica que azotaba al país. A partir de 1776, los comerciantes, que antes se limitaban a vender un solo producto, pueden vender varios al mismo tiempo. La desaparición de la nobleza que, intuyendo el viento de la revolución, emigró dejando a sus cocineros, sumada a las ideas de igualdad defendidas por los filósofos de la Ilustración, hizo el resto. Al principio, se trataba principalmente de servicios de catering, luego alguien tuvo la idea del mantel, otro del menú, del buffet… Para ser históricamente precisos, fue en París, en el Palais Royal, donde nació verdaderamente este movimiento, así como el primer establecimiento. Los clientes venían a comer con las prostitutas del barrio. Era algo muy licencioso en ese momento.
Entonces, ¿por qué decidió trasladar la trama fuera de París?...
París no es Francia. La Francia que me interesa es la de la tierra, la de la carretera Nationale 7. La idea de transformar una posada no tardó en hacerse realidad. Delicioso no es el primer restaurante, es uno de los primeros, y en mi opinión, el primero fuera de París. Y era interesante crear un personaje que fuera símbolo de esta creación. Ninguno de los personajes históricos me pareció estar a la altura del invento.
Desde las primeras imágenes de la película, entendemos que la gastronomía está reservada a la nobleza. Solo ellos saben apreciarlo. Los pobres, en cambio, se tienen que conformar con alimentarse...
El vínculo entre la alimentación y la política siempre ha sido un tema clave en la historia. Además, si observamos la situación de nuestro país en la actualidad, podemos ver que no estamos tan lejos de lo que sucedía entonces. Desde hace cuarenta años, las diferencias entre los que saben, los que están conectados, los que tienen gusto y buen gusto, y los que no tienen nada, se han ido ampliando. La historia se repite.
En el momento en que se desarrolla la película, el precio del trigo está en su punto más alto en un siglo. La gente tiene hambre, el descontento crece y pronto saldrá a la calle. El siglo XVIII está salpicado de revueltas por hambre: los croquants, los nu-pieds, los bonnets rouges, etc.
La primera comida servida por Manceron al duque y a sus invitados fue suntuosa: un decorado demencial, ropas suntuosas y… ¡cuarenta platos!...
Los nobles de la época se aburrían. Desde el final del reinado de Luis XIII y el comienzo del de Luis XIV, ya no tienen ninguna función política. Tampoco tenían ya un papel militar: ya no había guerras. Solo les quedan las buenas palabras (es Ridicule. Nadie está a salvo, de Patrice Leconte), el desenfreno (es Que empiece la fiesta, de Bertrand Tavernier) y la gastronomía, que es de lo que trata mi película.
Estamos en medio de la apariencia absoluta –anillos, pelucas, parloteo– y el cocinero se ha convertido en un adorno, una muestra de riqueza y pompa. Estos nobles no tienen una verdadera cultura, no les interesan las ideas de progreso y no ven que la historia no se detiene.
Se burlan abiertamente del “delicioso”, la famosa empanada de patata y trufa que Manceron se permitió añadir a los ágapes...
En el siglo XVIII, el cocinero era alguien a quien se le pedía que reprodujera los platos, no que los inventara. No tenía iniciativa. Por ello, Manceron desobedeció al proponer una de sus creaciones, pero cometió un delito más grave: el de haber cocinado productos que crecían bajo tierra, ya que la iglesia consideraba que todo lo que salía de allí no solo era incomestible, sino que además era portador de enfermedades como la lepra. Las patatas y las trufas se consideraban productos del diablo.
En aquella época, la nobleza y el clero seguían creyendo en una escala celestial para la alimentación. Cuanto más aéreos son, más divinos son; una paloma es perfecta, una vaca, más cerca del suelo, es menos buena. La patata, aunque es muy nutritiva, tardó cien años en implantarse en Francia. Únicamente gracias a un truco de Parmentier, que convenció al rey de que mantuviera los campos de patatas para que los campesinos comprendieran su valor, consiguió formar parte de las costumbres francesas.
¿Cómo se explica que, mientras se niega a disculparse ante el duque por su audacia, Manceron, el cocinero, no consiga romper el vínculo de dependencia que le une a su amo?...
Aunque es consciente de sus conocimientos, está lejos de ver que puede ser un artista. El palacio del duque es el único que conoce, y su condición de sirviente es la única que ha experimentado. Ha trabajado bajo las órdenes del padre y ahora está bajo las del hijo: es incapaz de responder a la humillación que acaba de experimentar; la única reacción que puede tener es negarse a pedir perdón. Y eso es suficiente para que lo despidan. A partir de entonces, su única esperanza es ser llamado por el duque.
Es el encuentro con Louise (Isabelle Carré), la mujer que le pide convertirse en su aprendiz, sumado a la presión de su hijo y de un viejo cazador furtivo, lo que le hará comprender que vale más de lo que cree.
Al regresar a su tierra natal y a la casa parcialmente destruida de su padre, un antiguo panadero que murió durante los disturbios provocados por la hambruna, Manceron opta inmediatamente por compartir su pan con los aldeanos. “Compro la paz”, dice a sus críticos. Uno puede sentir el comienzo de una conciencia...
“Comparte y nadie te quitará nada”, está en esta tesitura. Dejar el pan al alcance de todos es la mejor manera de aplacar su violencia. Los artífices de la Revolución francesa así lo entendieron cuando, hasta 1793, establecieron banquetes al aire libre para que la gente pudiera compartir su comida a través de los Comités de Salud Pública.
De vuelta a la cocina, Manceron tenía dos obsesiones: desarrollar la cocina local desterrando las especias y redescubrir los sabores naturales. ¿Estaba ya de moda? ¿Fue un precursor?...
En esa época todavía se cocinaban las recetas de la Edad Media, tal y como recogen Taillevent y La Varenne en sus obras. Los platos se reproducían hasta el infinito, ricos en especias y azúcares, platos inventados en aquellos años, y estéticamente muy complicados de hacer con plumas y crestas de gallo por encima. Pero la moda empezó a cambiar y la gente volvió poco a poco al verdadero sabor de la comida; Manceron formó parte de este movimiento. Quiere verduras frescas y especias de la huerta. Quiere preparar estofados. Esta cocina local me interesa infinitamente más que la imagen de lujo con la que la cocina francesa se asocia demasiado a menudo.
La brusquedad con la que Manceron acoge a Louise parece sorprendente. ¿Era entonces la cocina un ámbito enteramente masculino? ¿Incluso en el ámbito de los aprendices?...
En los palacios no había mujeres en las cocinas. Ningún hombre habría confiado en ellas. Antes del siglo XIX, las mujeres tenían prohibido cocinar. En cuanto a la gente humilde, tenían que conformarse con pan y sopa en una sala común y no sabían lo que era una cocina y un comedor. Las cocinas son un entorno muy viril, casi militar, con cuadrillas y rangos entre cocineros. Era un ambiente muy masculino.
Algunos me reprocharon la actitud de Manceron al recibir a Louise. Lo encuentran demasiado duro y luego francamente violento cuando intenta besarla. Pero, ¿cómo podría este hombre del siglo XVIII comportarse de otra manera? Él es el jefe en su cocina y piensa que esta mujer es una antigua prostituta. Muy al contrario, su comportamiento me parece muy educado para la época. Aunque entiendo la esencia del planteamiento, creo que existe el peligro de diluir la realidad histórica. No había ninguna mujer mariscal del Imperio. Esto no resta valor al talento de la emperatriz Josefina o al de Madame de Staël, que son talentos dignos de elogio. En nuestro caso, pienso que tengo razón cuando digo que, para salir adelante en el siglo XVIII, una mujer que viniera de provincias y quisiera ascender en la buena sociedad probablemente tenía que hacerse cortesana. Esta es la historia de la condesa du Barry que Louise le cuenta a Manceron. Hago que ella se lo exponga con más ganas porque estoy jugando con una identidad falsa y este personaje femenino aquí está un paso por delante de todos los demás.
Cortesana o noble, Louise descubre su pasión por la cocina y el comercio. Tiene la idea de exponer la comida para abrir el apetito de los visitantes, de poner las mesas antes de que lleguen, de arreglar ramos de flores...
Sabe lo que gusta, tiene gusto para la hospitalidad, es inteligente; su marido había trabajado para la Compañía de las Indias Orientales, conoce el oficio. Y, en contacto con Manceron, aprende a amar la cocina. Por último, y sobre todo, sabe cómo complacer. No porque sea una cortesana (porque no lo es) sino porque domina los códigos de conducta.
Sin esta mujer, sin Benjamin, el hijo, que devora a los filósofos de la Ilustración, y el viejo cazador furtivo que le anima a cortar los lazos con su antiguo amo, ¿habría tenido Manceron el valor de embarcarse en la aventura del restaurante?...
Desde luego que no. Estos tres personajes lo orientan y lo mantienen en movimiento. Pero no olvidemos que Manceron sufre una segunda humillación. Recibir una bofetada es una cosa, recibir una segunda lo empuja a reaccionar.
Me gusta mucho la personalidad del hijo, este chico que viene del pueblo y que al mismo tiempo encarna con tanta fuerza la modernidad de la Ilustración. «Una humanidad bien alimentada«, dice, «es una humanidad que piensa mejor». Esto es típico de los pensadores de la época.
Delicioso tiene un aire de folletón, de telenovela...
Cuando le conté a Nicolas Boukhrief, con quien he coescrito el guión, el argumento de la película, tenía en la cabeza sobre todo el personaje de este hombre, Manceron: se libera de los poderes del dinero para ofrecer su subjetividad al mundo, la sensualidad vinculada a la comida, y la forma en que Louise lo mira, que le da confianza y hace que, juntos, creen algo. Nicolás, con quien trabajo desde hace casi veinticinco años, me señaló dos cosas. «No hay que olvidar», dijo, «que se trata de una película sobre el pequeño comercio. Está bien que se toque el tema de dinero». Y, sobre todo: «Hagamos lo que te gusta hacer cuando escribes para otros, seamos folletín». Tenía razón. En esta película, en la que apenas hay acción, hay un giro cada diez minutos.
Y hay secuencias dignas de Alexandre Dumas: el frasco de veneno que Louise quiere utilizar para vengarse del duque, los espantosos relatos de asesinatos que le cuenta a Manceron, entre otras cosas...
Esta historia, estos venenos, constituyen un placer del fuera de serie. Estamos constantemente en un clima que genera suspense.
¿Cómo se las arregla para encarnar la pequeña historia y la gran historia con tanta fuerza sin forzar nunca el tema?...
Me gustaría responder que es el amor al género. En este caso, en particular del western. Construí la trama sobre sus códigos, excepto que en lugar de un revolver, mi héroe emplea equipos de cocina. Los guardará en un baúl tras ser humillado por los poderosos a los que ha servido y solo los sacará de nuevo por el bien de todos cuando alguien le haya devuelto la confianza. Este es un tema recurrente en las películas, un tema que intento plasmar. La mirada del otro como despertar de la confianza en si mismo. No quería olvidarlo con el pretexto de la historia.
¿Qué le llevó a elegir a Grégory Gadebois para interpretar a Manceron?...
Tenía muchas ganas de trabajar con él y ya le había ofrecido un papel en mi anterior película. No pudo hacerlo, pero yo ya tenía en la cabeza el proyecto de Delicioso y le prometí que le enviaría el guion una vez terminado. Grégory lo leyó durante una noche y por la mañana ya era parte del equipo. Me encanta la fragilidad de Grégory, su dulzura, esa parte de su infancia que conserva, y sus manos que miraba mucho porque sabía que las iba a filmar mucho. Unas manos poderosas y delicadas que me permitieron, una vez más, lidiar con la fragilidad masculina. Además, Grégory es un gran oyente. Necesitaba sus silencios. Esta película también existe porque sabía que el actor ideal existía. Le debo el haber querido escribir para él.
Se reúne con tres actores con los que ya ha trabajado: Isabelle Carré, Guillaume de Tonquédec y Benjamin Lavernhe...
Me gusta tener confianza en los actores que conozco, para trasladarlos de una película a otra. Nos entendemos, no hay ninguna pretensión entre nosotros. Guillaume e Isabelle ya estaban en L'Esprit de famille, mi anterior película; Benjamin había actuado en Pastel de pera con lavanda.
Más allá del hecho de que quería volver a trabajar con Isabelle, sabía que su físico se prestaría a los efectos de iluminación que quería para la época. También sabía que podía hacerla creíble en este siglo, erotizarla o, por el contrario, apagar su belleza según las tomas. Era un verdadero papel con máscaras el que le proponía; tenía que ser convincente en las tres identidades que encarna en la película, desde la pura sirvienta hasta la marquesa y la cortesana. Por último, pero no menos importante, tenía que ser capaz de crear una pareja con el personaje de Grégory. Porque Delicioso es también la historia de una pareja que surge en torno a un proyecto común y en el respeto mutuo.
Los escenarios son excepcionales...
Delicioso es la cuarta película consecutiva que hago en un escenario prácticamente único. Excepto que esta vez se transforma. Al principio es una ruina, luego el lugar se viste de gala, se vuelve hedonista y acaba dando una impresión de riqueza.
Me costó mucho tiempo encontrar este granero del siglo XVIII en Cantal. Tenía en la cabeza las postas del Pony Express de los westerns de John Ford y también la casa de El hombre tranquilo, a la que rindo homenaje con ese pequeño muro que rodea el jardín. Este granero es enteramente mío: no hay un fósforo, ni una planta, ni una brizna de hierba que no haya sido creada desde cero. Tenía un presupuesto ajustado –menos de cinco millones y solo siete semanas de rodaje–, pero me encontraba bajo los efectos del placer de la creación pura. Porque aquí el sitio es el tema de la película.
¿Cómo se prepara uno para una aventura así?...
Mi equipo y yo trabajamos primero sobre la documentación, con muchas reuniones artísticas previas. En ese momento trabajo con el escenógrafo, el director de fotografía y el diseñador de vestuario; todos hemos trabajado juntos antes. Reflexionamos sobre el aspecto que podría tener una casa de postas en aquel tiempo, en el coste que supondría y en el margen de maniobra creativo del que disponíamos. Luego vino la elección de la combinación de colores que llevarían los actores. Cada uno debía tener un color dominante, para crear un efecto impresionista. La verdadera dificultad para nosotros era transformar el exterior: Delicioso se desarrolla a lo largo de un año. ¿Cómo se crean cuatro estaciones en siete semanas?
Durante esta etapa más bien teórica, miramos muchas fotos y visitamos museos.
Solo después de esta etapa comenzó realmente la preparación.
Háblenos de la luz...
Esta es la cuarta película que hago con Jean-Marie Dreujou; sabíamos que Delicioso sería una película de luz que recordaría la pintura de género del siglo XVIII. Chardin nos influyó mucho. Para la pintura de género, para las personas en los escenarios de sus funciones, pero también para la composición de las naturalezas muertas que aparecen en los interludios y a las que simbólicamente les doy mucha importancia; en primer lugar porque me apasionan, y en segundo lugar, porque todo en su montaje tiene un significado. Componer una naturaleza muerta es producir algo simbólico. Yo compuse todas las de la película. Es algo fantástico.
La otra forma de trabajar con la luz nos la sugirió el propio plató, que solo permitía la entrada de luz por un eje. De repente, nos encontramos en un cuadro holandés con un único foco de luz sobre los actores. También nos inspiraron algunos pintores de la escuela francesa, pero no quería la ligereza de un Fragonard, quería quedarme en un cierto claroscuro que ocultara algunos rostros.
Otra opción decisiva fue rodar en scope real. Esto cambia las profundidades, los desenfoques y el peso de los primeros planos.
El conjunto desprende una increíble sensualidad. Casi se puede sentir el aroma de la comida cocinándose...
Quería que se experimentase con los cinco sentidos. No solamente los dos que solemos utilizar en el cine.
¿Cómo trabaja con sus actores?...
Hago lecturas individuales con cada uno de ellos para que se sientan cómodos con el texto y puedan hacer observaciones sobre tal o cual diálogo. Una vez que estoy en el plató, ya no es momento para cambiar. También hacemos una lectura todos juntos. No ensayo mucho con ellos, y menos si los conozco. Estoy tratando con actores de teatro en los que confío. Personas que trabajan.
Hago pocas tomas e incluso puedo parar muy rápido si son buenas.
Lydia Decobert ha montado la película...
Tuve mucha suerte de que Lydia, que normalmente solo monta las películas de su marido, Nicolas Boukhrief, aceptara trabajar conmigo. Ella conoce mejor que nadie la soledad del director. Conoce sus neurosis y cómo conseguir que acepte ciertos cambios. No siempre es fácil escuchar a la otra persona. Editamos la película justo antes del primer confinamiento. Todo el mundo –productor y distribuidor– había dado su aprobación. Sin embargo, un mes y medio después, convencí a Lydia para que volviera a la sala de montaje a revisar la película. Allí me di cuenta de que quería cambiar muchas cosas. Se me dio la oportunidad de hacer estos cambios y todos estuvieron de acuerdo. Esto subraya claramente la importancia del tiempo y la perspectiva en nuestra profesión.
Unas palabras sobre la música de Christophe Julien...
Esta es nuestra quinta colaboración. Había leído el guion de antemano y me envió la música antes de rodar. Era como un intercambio de sentimientos que me alimentaba, aunque las piezas que recibía no fueran a utilizarse necesariamente en las secuencias para las que las había compuesto. Para Delicioso le había pedido que encontrara un tema fuerte para marcar la transición del clavicordio al piano. Acabó componiendo varios temas. Y me propuso un instrumento en el que no había pensado: el arpa. Cuando se grabó la música, estaba tan convencido que pedí al arpista que improvisara un solo para los créditos finales.
La última escena de la película en la que el duque y su novia se ven obligados a comer delante de los habitantes del pueblo en el restaurante es increíble...
No pueden creer que están comiendo delante de extraños. Y este restaurante, que simboliza el compartir, el placer y la dilatación del tiempo, les choca tanto como les aturde. Esta burbuja en la que vivían ya no es un lujo reservado para ellos. Ahora es de todos. La historia sigue su curso.
Entrevista con GRÉGORY GADEBOIS...
Háblenos de su encuentro con Eric Besnard...
Me ofreció una película que me pareció magnífica, pero en la que había una escena que no podía hacer, que no sabía hacer. Y no se podía quitar. Me dijo: «Tengo otra idea que voy a escribir y que te enviaré para que la leas», y unos meses después, efectivamente, me envió Delicioso.
Cuéntenos...
Siempre me cuesta empezar a leer un guion, tengo que dejar de hacer las cosas que estoy haciendo; es un esfuerzo. Pero cuando me atrapa, cuando no puedo soltar el texto, es genial. Vi la silueta de Manceron, me gustó la historia –esta pareja que se desarrolla en torno a la creación de este restaurante– y el concepto del propio restaurante. Es uno de los lugares a los que más voy y nunca me había preguntado desde cuándo existe. Pero lo que más me impresionó fue la frase del final: «Tres días más tarde, caía la Bastilla».
¿Cree usted que Manceron es un revolucionario?...
Son los demás –esta mujer, su hijo, su amigo cazador furtivo– quienes lo empujan a convertirse en algo distinto de lo que es. Se aferra a la comodidad de su posición, está anclada en ella, es casi visceral. Aunque sea un sirviente, es el sirviente de alguien importante, y ser el sirviente de alguien importante es mejor que nada. Esto sigue siendo cierto hoy en día. Pero también es cocinero, tiene conocimientos, y en algún momento estos conocimientos se imponen, sin que él sepa muy bien por qué. Es Louise quien, más tarde, le dará la respuesta a una pregunta que ni siquiera se ha planteado.
¿Cómo se explica que se niegue a disculparse con el duque después de servirle esos “deliciosos” que no habían sido pedidos?...
No me gusta analizar demasiado a los personajes: A Manceron solo lo he interpretado. Al pensar en ello ahora, me digo que en ese momento, simplemente algo queda bloqueado. Me recuerda a una escena de All That Jazz, de Bob Fosse, en la que Roy Scheider, que interpreta a un director de music hall, es incapaz de expresarle a la chica con la que vive que es una gran actriz. Aunque miente todo el tiempo, no puede mentir sobre su arte. Es así.
Sin embargo, una vez despedido, solo espera una palabra del duque para regresar...
Para cambiar se necesita tiempo, y acontecimientos fuertes. Me parece que el hijo, un rebelde tipo 68 antes de tiempo, juega un papel importante en su cambio. Es él quien le empuja a desprenderse del pasado para avanzar, para llegar a los demás, llegar a su arte.
Manceron ya tiene el sentido de los demás: incluso toma la iniciativa de ofrecer su pan a los aldeanos...
En ese momento, únicamente quiere paz. Son realmente su familia y esta mujer, Louise, que llega a su casa, sumado a las repetidas humillaciones del duque, lo que le hace evolucionar. Incluso el viejo cazador furtivo es más moderno que él.
¿Le interesa la gastronomía?...
Me gusta comer. Pero, hasta la película, no tenía más sentido que el literal, porque para mí, cocinar significaba preparar pasta. He aprendido un poco desde entonces. Descubrí las verduras, en qué momento se puede comer qué, etc.
¿Le ha sorprendido ver que en el siglo XVIII ya se hablase de circuitos de proximidad?...
Creo que las cosas funcionan por oleadas. Después de un tiempo, siempre se vuelve a lo básico.
¿Cómo ha trabajado con Eric Besnard?...
Hablamos mucho, hicimos lecturas. Las lecturas son un poco como ponerse agua en la nuca antes de tirarse a la piscina. Además, todavía tenía que aprender un poco de cocina. Pasé unos días con Thierry Charrier, el chef del Quai d'Orsay, que también se encargó de los platos de la película; cuando vemos algo bonito en la cocina de Manceron es él quien lo ha hecho. Para Eric, todo tenía que pasar por la cocina.
¿Qué nos puede decir sobre el curso?...
Me había comprado zapatos y un delantal; llegué por la mañana a la misma hora que los demás y Thierry me dio pequeñas cosas que hacer para que observara como se hacían. Me enseñó a hacer el “delicioso”, la masa, me enseñó un montón de cosas, incluso trajo a un especialista en pan de Burdeos que tomó el tren con sus harinas para hablarme de las diferentes variedades de pan. ¡He descubierto la cocina! Lo que más me impresionó fue contemplar el trabajo que hace la plantilla del Quai d'Orsay cada día: casi cuatrocientas comidas, sin contar los invitados cuando los hay.
¿Qué otro tipo de preparación realizó?...
Fueron diferentes cosas. Aprendo el texto, pero con menos precisión que antes. A veces puede ser confuso sabérselo demasiado bien porque el día de la toma, cuando llevas tres meses con la línea en la boca, todo salta por los aires. Así que ahora, aunque sé lo que pasa y lo que se va a decir, y aprendo mis diálogos el día antes. Es de esta manera como quiero hacerlo en este momento. La preparación sirve, sobre todo, para tratar de sentir lo que el director quiere y como Eric había sido muy claro.
¿Era importante para usted interpretar con vestuario de época?...
Es divertido, es ropa que no estás acostumbrado a llevar, cuenta la historia de una época, no cambia nada y lo cambia todo. La relación con el tiempo es diferente si tienes que ponerte las polainas antes de ir al bosque en lugar de ponerte las botas de goma o si tienes que cambiarte de ropa para montar a caballo. También transforma la relación con el mundo y con los demás.
Eric Besnard habla del lado trabajador de los actores de teatro...
Los directores suelen afirmar eso. En realidad, cuando un guion está bien escrito, todo funciona por sí mismo. Solo somos cuchillos. Pero los cuchillos sin un líder son solo piezas de chatarra. Hay una frase de Louis Jouvet que me encanta: «Cuando no sepas, mira la lámpara de araña y articula». Lo hago todo el tiempo. No se puede saber todo, a menudo solo se conoce una décima parte del papel. El resto del tiempo, pues sí, se mira la araña y se articula. Es el texto, la dirección y el rastro de ese diez por ciento que sabemos lo que hará la película. Y cuando la araña se llama Isabelle Carré, es aún mejor. Fue estupendo rodar con ella. Con todo el mundo, de hecho. Estaba feliz de estar con ellos. Isabelle, Christian Bouillette, Lorenzo Lefebvre. Me parece que creamos una gran familia.
Hay mucha sensualidad en Delicioso...
Eric quería que todo pasara por los sentidos; los materiales, los olores, el sabor, la relación con la comida y, por supuesto, la apariencia.
Y los silencios. Una de sus especialidades...
No sé si es una de mis especialidades, pero me gustan, es cierto, siempre tiendo a eliminar una línea antes que añadirla. Eric había puesto mucho en el guion, muchos silencios y muchas miradas. Como en los westerns.
¿Qué tipo de director es Eric Besnard?...
Es muy agradable trabajar bajo su dirección. Nunca se puede explicar del todo por qué un rodaje sale bien y por qué a veces sale mal. Con él todo fue bien. Es muy respetuoso con los actores. Cuando ya habían pasado días del comienzo del rodaje, me dijo: «Cuando te vi interpretar los primeros días, pensé: “¡Ah, pero si no es eso en absoluto!”» En ese momento no dijo nada al respecto, al contrario, me dejó hacerlo, probablemente suponiendo que no podía ser perfecto a la primera. Y así nació Manceron. Me gustaría decir que es porque el texto está bien escrito. El lugar donde rodamos, muy bonito pero muy duro, también contribuyó a la atmósfera. Teniendo en cuenta lo silencioso y solitario que es, hemos hecho mucho ruido, sobre todo teniendo en cuenta los anteriores trescientos años de silencio.
¿Hace muchas tomas?...
No muchas. Sucedía a veces, cuando echaba de menos ese algo en mi “delicioso” o cuando esperábamos algo mejor. Las cosas fueron bastante rápidas, estábamos en la misma longitud de onda.
¿Qué es lo que más le llamó la atención en el plató?...
La atención que tiene Eric en la luz. Nunca voy a mirar el rodaje diario, no creo que sea el sitio de un actor. Sin embargo, cada vez que pasaba por allí y miraba dentro, me deslumbraba la luz: de nuevo, me sentía como en un western.
Usted realizó cinco películas en 2020, incluida la última, Présidents, bajo la dirección de Anne Fontaine. No para...
Me gusta trabajar y como la gente quiere que lo haga... Es bueno trabajar cuando te gusta tu trabajo.
¿Qué determina sus elecciones?...
No sabría decirlo. A veces es el guion, a veces es la persona. Anne Fontaine, con la que he hecho algunas películas, es alguien a quien siempre le diré que sí. Eric Besnard también. A menudo es la persona: pienso que escribe bien.
Hace menos teatro...
La situación no es muy favorable, pero mucho antes de la Covid ya quería tomarme un descanso. Volveré a empezar dentro de unos años.
ENTREVISTA CON ISABELLE CARRÉ...
¿Qué le atrajo del guion de Delicioso?...
Su modernidad. La trama nos remite completamente a lo que estamos viviendo hoy en día. Mientras rodaba, pensaba constantemente en el movimiento de los Chalecos Amarillos, con sus reivindicaciones sociales, y en las manifestaciones contra el calentamiento global. A través de la Revolución Francesa y la democratización de la cocina, Delicioso también cuenta todo esto. Y luego, al escuchar a Manceron hablar de sus verduras, se tiene la impresión de estar escuchando a Jean-Pierre Coffe. Es conmovedor, a veces estimulante –y también desesperante– ver cómo la historia se repite. Volver a ella nos hace avanzar.
¿Es importante para usted estar en sintonía con la sociedad?...
Me gusta que mis papeles respondan a las preguntas que me hago. Soy como todo el mundo, necesito respuestas. Pero también necesito estar en sintonía con la actriz que soy, para encontrar otras perspectivas de actuación, y el guion que me ofreció Eric Besnard me ofreció mucho.
Háblenos de Louise, el personaje que interpreta...
Es un personaje con tres rostros. Finge ser una confitera, confiesa que es una prostituta, luego que es una marquesa y, en cada etapa, el público debe poder creer lo que es en el momento en que lo expresa. Fue muy divertido y desafiante interpretar todas sus identidades y los diferentes estados por los que pasa Louise: víctima, estratega, luchadora, amante, etc. La paleta es amplia.
También es una mujer obligada a romper con su condición...
Esta ruptura le trae la libertad. Consigue superar los acontecimientos que la han marcado y comprende, gracias al sentimiento de ósmosis que se crea con Manceron (Grégory Gadebois), el chef de la cocina donde ha sido contratada como aprendiz, que lo más importante no es pertenecer a tal o cual medio sino simplemente ser feliz de estar en esta posada, con este hombre, y aportar su inteligencia a su proyecto. Louise ha sufrido demasiado para atenerse a lo que le enseñaron. Ha aprendido a fiarse los hechos y no de las apariencias. Hay algo sutilmente feminista en su itinerario.
Louise es a veces sublime, a veces no tiene pretensiones y a veces casi apagada. ¿Le produce ansiedad jugar así con su propia apariencia?...
Afortunadamente, en Francia hay directores como Eric que no cuentan las arrugas de las actrices. Esta mujer que se acerca a los cincuenta es hermosa, la he tomado como un regalo. Soy actriz, no modelo, mi trabajo es transmitir emociones, no ofrecer una imagen brillante. Además, vengo del teatro, aprendí hace mucho tiempo a no dar importancia a la imagen; lo que importa son los textos, las historias y la puesta en escena.
Al mismo tiempo, hay una gran sensualidad en la película...
Sí, también está presente esa dimensión sensual, sentimental y romántica que tanto me gusta en el cine; la historia de amor entre Louise y Manceron está totalmente construida sobre el silencio: la comida que elaboran, las miradas, el deseo, la sugestión. Me encanta este impedimento, el estiramiento del deseo con solo un beso al final. Me recuerda a esa entrañable escena de El piano de Jane Campion en la que Harvey Keitel toca un pequeño agujero en las medias de Holly Hunter. Este gesto, para mí, es increíblemente sensual.
El personaje de Louise también se tiene ecos de sus propios orígenes: aristócrata por un lado, plebeya por otro...
Lo pensé, por supuesto. Como escribí en Les Rêveurs, mi primera novela, fue fascinante crecer en una familia tan diferente. Mis abuelos maternos y mis abuelos paternos tenían diferentes modales en la mesa. Me trataba de usted con mis abuelos maternos y me tuteaba con mis abuelos paternos. Era muy sorprendente; era un gran entrenamiento interpretativo. Pero tengo muchos otros vínculos con este personaje: el gusto por el secreto, por la interioridad de los personajes, por las etiquetas sociales que no siempre son representativas. Hay una frase de Proust que me gusta especialmente: «Nuestra personalidad social es una creación de los demás».
Delicioso nos adentra en este tema, que también me ha emocionado.
Esta es la segunda vez que rueda bajo la dirección de Eric Besnard...
Me dio un pequeño papel en L'esprit de famille después de que otro proyecto que teníamos juntos se interrumpió por motivos financieros, y me pareció una buena manera de recuperarme tras esa frustración que acabábamos de experimentar. Me encantó el ambiente de ese primer rodaje con Eric. Tiene el arte de crear una atmósfera especial con sus actores y técnicos. Puedes sentir que siente afecto por ellos, y que confía en ellos. Nos empuja a dar lo mejor de nosotros mismos.
¿Cómo abordó el rodaje con él?...
Hablamos. Una escena en particular me asustó, cuando Louise habla de su marido delante de Manceron. ¿Cuánto debe confiar en él o contenerse, cuánto debe expresar de su ira? A cada una de mis preguntas, Eric me dijo que confiara en la narración y en el montaje. No quería que subrayara las cosas.
¿Tuvo una preparación especial para la película?...
Grégory y yo hicimos unas prácticas en las cocinas del Quai d'Orsay. Aprendí a hacer comida deliciosa, a cortar pollos, a amasar pan, a envolver pescado, entre otras cosas. Ya había tenido este tipo de experiencia en el caso de Tímidos anónimos, de Jean-Pierre Améris, donde Pierre Hermé me había enseñado a hacer tabletas de chocolate y a medir la temperatura de las cubas. Son momentos que me gustan enormemente en mi trabajo: abrimos puertas que no hubiésemos podido abrir en la vida.
¿Cómo trabaja sus papeles? ¿Este en particular?...
Como la mayoría de los actores que vienen del teatro, necesito aprender mis diálogos con mucha antelación. Saberlo perfectamente me da una sensación de legitimidad que necesito: es un poco como llegar a una cena con un ramo de flores o una botella de buen vino, me siento mejor que si voy con las manos vacías.
Por lo demás, y tal vez más en el caso de Louise, la regla de oro sigue siendo la misma: no anticiparse nunca; tratar de convencerse de que no se sabe lo que va a pasar. De este modo, tendrá la oportunidad de ser creíble y de sorprenderse a sí mismo. Eric Besnard no me dijo nada que contradijese lo que pienso.
Tenía otra arma con la que construir a Louise: el ajustadísimo corsé que llevo todo el tiempo en la película. El personaje no debería necesitarlo, pero al moverse como lo hace deja claro que viene de otro mundo. Tener esa limitación durante diez horas al día durante casi dos meses realmente cambia mucho. Te transforma: te mueves de forma diferente, respiras de forma diferente. Fue aún más interesante para el personaje que tiene que luchar mucho para imponerse a Manceron, que es muy reticente con ella al principio.
La experiencia del corsé fue importante para mí: me permitió comprender el impedimento físico y mental en el que se encontraban las mujeres de la época. A diferencia de Louise, que lo supera con un gran esfuerzo psicológico, a ellas les resultaba imposible correr, ser activas.
Volvamos al personaje de Manceron, con el que Louise acaba formando pareja...
Su soledad se junta con la de Louise. Juntos se hacen más fuertes. Hay algunos grandes pugilatos verbales entre ellos, pero también me encantan todos esos momentos de silencio en los que se observan mutuamente. Grégory tiene esa rara interioridad que hace que, si le filmas en silencio durante horas, siempre pase algo.
Es la primera vez que ha trabajado con él...
Me ha encantado su tranquilidad, su personalidad, su gran humildad. Aunque es capaz de interpretar cualquier cosa –un personaje infantil o maquiavélico–, de expresarlo todo –ternura, dureza, malicia–, y de transmitir un increíble espectro de emociones en sus ojos en un cuarto de segundo, sigue siendo increíblemente modesto. ¡Grégory es increíble en un plató! Llega con su silla, su guion y su cigarrillo electrónico y no se mueve. No tiene ningún aire de superioridad hacia los demás, no crea ese espacio en la jerarquía que puede darse en el cine.
¿Hablaron de la película entre ustedes?...
No. Hay una frase que le sale siempre: «No sé cómo decir...». Me gusta esa sinceridad: no siempre sabe cómo expresar lo que quiere decir, pero en realidad lo consigue muy bien, con gran profundidad y sinceridad. Vamos a volver a estar juntos pronto y estoy muy contento por ello.
Háblenos del rodaje...
Estábamos perdidos en un lugar remoto de Cantal, rodábamos en un granero que había estado cerrado durante ciento cincuenta años, y hacía frío. Físicamente, fue duro. Pero también fue agradable: Eric trabaja tanto en su personaje de antemano que las jornadas de trabajo son muy fluidas. Tiene su película en la cabeza y nos hace entrar en su mundo.
Acaba de publicar Du côté des Indiens, su segunda novela. ¿Ha cambiado la escritura su forma de ver y ejercer su profesión de actriz?...
Lo cambió todo, realmente. Por fin pude ponerme en consonancia con lo que soy. Me hizo sentirme realizada, me dio confianza. Ya era hora.
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