INFORMACIÓN EXCLUSIVA
NOTAS DEL DIRECTOR...
La primera vez que escuché la palabra “Polonia” tenía seis años. Sabía que en la casa de mi abuelo Juan, padre de mi padre, no se podían decir malas palabras. Pero en aquella reunión que nunca se borró de mi memoria, alguien dijo “Polonia” y se generó un silencio cargado de tanta tensión que me dio mucho miedo. Esa noche le pregunté a mi papá qué significaba eso y si era una mala palabra. Me dijo que en la casa del abuelo estaba prohibido pronunciarla. Insistí más tarde antes de dormir y con los días me fui enterando de cosas que me resultaron misteriosas, incomprensibles. Polonia era un país, como Argentina. Mi abuelo Juan había nacido en ese país y se había tenido que ir porque ahí no querían a los judíos. Todos nosotros, también me enteré esa noche, éramos judíos.
Crecí sintiendo ese miedo, esa cara de odio de mi abuelo, ese silencio cargado que se producía cuando cualquier miembro de la familia quería saber algo de la “otra vida” de mi abuelo Juan.
Por mis averiguaciones supe lo que sabemos todos. En Polonia había violencia contra los judíos. En el treinta y nueve los nazis invadieron el país y decidieron exterminarlos a todos. Sólo un diez por ciento de la población judía se salvó.
Crecí sintiendo que mi vida estaba de alguna manera marcada por lo que había pasado en Polonia.
Intenté preguntar más pero sólo obtenía respuestas generales. De los detalles, de los nombres, de las caras, de los familiares que se habían quedado y habían muerto allí, de los que no se habían ido y fueron gasificados, en fin, de la historia, nunca se habló. Ni tampoco de los que habían logrado sobrevivir al holocausto.
Un día, mientras desayunaba en una confitería, escuché a un hombre de setenta años contarle a otro la historia de su padre, que se había ido, contra viento y marea, a los noventa, a Hungría. El objetivo de ese anciano, que su hijo describió como muy débil y enfermo, era encontrar a un amigo católico que lo escondió en su casa y lo salvó de los nazis. Sus hijos no querían dejarlo ir pero el anciano estaba muy decidido. Tampoco aceptaba compañía. Se había obsesionado con hacer ese viaje de regreso a su tierra, después de más de siete décadas, completamente solo. Los hijos, al ver que era su último deseo, decidieron apoyarlo. El hombre estuvo un tiempo largo buscando a su amigo y salvador. Las posibilidades que tenía de encontrarlo eran muy remotas ya que no había tenido contacto en muchos años y el hombre al que buscaba, como él, tenía, en caso de estar vivo, más de noventa años. Para sorpresa de todo el mundo y contra todo pronóstico, un día el anciano llamó por teléfono a su hijo, el que ahora contaba la historia. Estaba feliz, cenando en la misma casa donde había permanecido oculto durante meses en su juventud, cenando con su amigo. Parecía, según el relator, un hombre realizado, listo para morir. El interlocutor del que narraba le dijo: “me hiciste llorar, hijo de puta”. Y yo, sentado espalda con espalda con el narrador, me di vuelta y agregué, con claros signos de emoción, “a mí también”.
Los tres nos quedamos callados. Me puse a investigar la historia de mi abuelo Juan y la de tantos otros.
Encontré muchos relatos de reencuentros, de viajes, de regresos. Decidí que era fundamental para mí escribir y filmar la historia de un anciano que vuelve a su tierra a agradecerle a un amigo esa “otra vida” que gracias a él vivió.
Hice un trabajo de investigación prolongado y minucioso. Viajé a la ciudad natal de mi abuelo, hoy fallecido, encontré parientes, escuché cientos de relatos. Escribí, en los últimos diez años, seis o siete versiones diferentes de la historia. Hoy quiero filmarla para “llenar” de voces, de música, de imágenes, el silencio cargado de dolor, de odio, de espanto, con el que me tocó crecer, y para hacerme algunas preguntas sobre lo que pasó, entender tanta frialdad, tanta dificultad para lidiar con emociones, contagiar eso que sentí en la confitería, cuando el hijo de aquel héroe anónimo finalizó aquel relato que cambió mi vida.