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LAS HERMANAS MUNEKATA
INFORMACIÓN
Titulo original: Munekata Kyôdai
Año Producción: 1950
Nacionalidad: Japón
Duración: 112 Minutos
Calificación: No recomendada para menores de 12 años
Género: Drama
Director: Yasujirô Ozu
Guión: Kôgo Noda, Yasujirô Ozu. Basados en una historia de Jirô Osaragi
Fotografía: Jôji Ohara
Música: Ichirô Saitô
FECHA DE ESTRENO
España: 9 Febrero 2024
DISTRIBUCIÓN EN ESPAÑA
Atalante Films


SINOPSIS

Setsuko vive un matrimonio infeliz con Mimura, un ingeniero alcohólico y desempleado. Su hermana Mariko intenta reunirla con Hiroshi, un antiguo amor que ha regresado de Francia, a pesar de que ella también lo ama...

INTÉRPRETES

KINUYO TANAKA, HIDEKO TAKAMINE, KEN UEHARA, SANAE TAKASUGI, CHISHU RYU, SÔ YAMAMURA, YÛJI HORI, TATSUO SALTÔ, KAMATARI FUJIWARA, SETSUKO HORIKOSHI, REIKICHI KAWAMURA, YOSHIKO TSUBOUCHI, ATSUKO ICHINOMIYA, NORIKO SENGOKU

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UNAS PALABRAS DE YASUJIRO OZU...
   Osaragi, refiriéndose a su novela, me dijo: “Esta es vuestra película”, y en efecto escribimos el guion de manera bastante ágil. Era la primera vez que trabajaba para la Shintoho, pero muchos de mis antiguos amigos colaboraron con entusiasmo y resultó un trabajo muy agradable.
  Si he de decir la verdad, sin embargo, siempre me resulta un poco complicado hacer una película basada en una novela. En otras palabras: no es nada fácil poner en imágenes una historia nacida de la imaginación del autor con las estrellas que estén disponibles en un determinado momento.
  Normalmente, cuando escribo un guion, tengo ya en mente las características y los límites de cada actor que preveo que va a interpretar un determinado papel. Así es más sencillo también para ellos. Antes, haciendo un esfuerzo enorme, empleaba a principiantes; ahora, sin embargo, prefiero contar con actores buenos, que interpreten bien. Yo ya no tengo la energía que requiere bregar con quien no tiene dotes. Al final, más que ser buen actor e interpretar mejor o peor, lo que cuenta es la calidad humana. Los que me crean más problemas son los actores que, siendo bastante buenos, se comportan como si fueran extraordinarios. Siempre busco la calidad humana: busco a los actores que la tienen película tras película, y acabo creando papeles a propósito para ellos.

SOBRE LAS HERMANAS MUNEKATA DE YASUJIRO OZU POR JEAN-MICHEL FRODON...
  Las hermanas Munekata, una película de 1950 del gran director japonés Yasujiro Ozu, imposible de ver durante mucho tiempo, es un testimonio perfecto de su estilo y de su universo. Pero es también una prueba más de la multiplicidad de formas que fue capaz de inventar de película en película y de unos enfoques que ilustran la libertad y diversidad de un director tan a menudo caricaturizado como defensor de un conformismo retrógrado.
  Yasujiro Ozu, hoy considerado en todo el mundo como uno de los más grandes autores de la historia del cine, murió el 12 de diciembre de 1963, el día que cumplía 60 años, sin haber disfrutado de este reconocimiento.
  Con 54 largometrajes en su haber entre 1927 y 1962, fue toda su vida un director tan apreciado por el público japonés como desconocido en el resto del mundo. El mundo del cine europeo y norteamericano, en efecto, lo ignoró durante más de medio siglo. Los cinéfilos occidentales descubrieron a Akira Kurosawa gracias al León de Oro de Rashomon en Venecia en 1951, y a Kenji Mizoguchi poco después, gracias al apoyo activo de Cahiers du Cinéma y de los programas de Henri Langlois en la Cinémathèque Française. Pero tardarían todavía más en empezar a reconocer la importancia del «tercer» gigante del cine clásico japonés —la (parcial) aclamación del cuarto, Mikio Naruse, no llegaría hasta mucho más tarde—. En efecto, solo a finales de los años setenta se estrenan en cines franceses tres películas de Ozu —Cuentos de Tokio, Otoño tardío y El sabor del sake—, dando el pistoletazo de salida a la gran campaña de reconocimiento que llevaría a cabo con éxito el distribuidor Jean-Pierre Jackson.
  Las hermanas Munekata es la primera de las doce películas realizadas por Yasujiro Ozu en los años cincuenta y sesenta, y una de las menos conocidas de toda su obra. Por oscuras razones legales, ha sido imposible de ver durante décadas, al menos en Occidente, donde ni existían copias ni estaba en DVD o plataformas, a excepción de una edición española en vídeo. Ahora, por fin, gracias a un proceso de restauración y digitalización, acaba de volver a la vida. Que esta película haya permanecido en la sombra de esa manera es particularmente sangrante, ya que su riqueza temática y su audacia narrativa y formal saltan a la vista.

  Como su título indica, la película se articula en torno a dos hermanas, cercanas y antagónicas a la vez. La mayor, Setsuko, tuvo quince años atrás, es decir, antes de la guerra, una relación amorosa con Hiroshi, un joven que después se fue a Manchuria como soldado y más tarde estudió en Francia. Setsuko, muy apegada a los valores tradicionales, está casada con un ingeniero que ahora está en paro, un hombre amargado a quien la humillación de la derrota y de su propia inutilidad social ha vuelto agresivo y alcohólico. Mariko, la pequeña, vive con su hermana y el marido de esta. Se viste al estilo occidental y es alegre, dinámica y frívola. Cuando reaparece el antiguo amante de Setsuko, Mariko se propone reunirlos, pero no puede evitar enamorarse ella de este hombre que tampoco es especialmente atractivo: más que una elección sentimental concreta, parece que se trata de buscar una válvula de escape para la energía vital de la joven. Proyecta en el insulso Hiroshi un imaginario forjado a base de amor romántico (el que supone que vivió su hermana antes de la guerra) y seguramente, en parte, de atracción por una modernidad occidental con la que asocia al hombre que ahora es vendedor de muebles «de estilo europeo».
  Si bien Las hermanas Munekata comparte con muchas otras películas de Ozu una trama sentimental ambientada principalmente en el círculo familiar y recurre a la escenografía clásica que combina la casa tradicional japonesa, los bares y esos viajes de placer en los que afloran las personalidades (a Kioto y al templo Horyu de Nara, la meca del «Japón eterno»), se distingue por varios aspectos. Ante todo, la suya es una trama «horizontal»: mientras que en la mayoría de las películas de Ozu la trama se desarrolla entre miembros de distintas generaciones, principalmente padres e hijas, en esta ocasión casi todos los protagonistas pertenecen a la misma generación.
  Ahora bien, esta generación está dividida en lo que respecta a su relación con la modernidad, que es también la manera de hacer frente a las consecuencias de la derrota de Japón frente a los estadounidenses. Esta línea divisoria separa a ambas hermanas, Setsuko, que aún pertenece al viejo mundo y se aferra desesperadamente a él a pesar de su tristeza, y Mariko, que no ve la hora de arrojarse hacia el futuro.
  El trabajo de Hiroshi, importador de muebles europeos, hace que sea el que introduce en las casas japonesas los elementos materiales (mesas altas, sillas y sillones, a cada cual más horrible) de esta cultura extranjera que se impone en el país. El padre de las dos hermanas, único representante de la generación anterior, se declara moribundo en la secuencia inicial: con su rostro risueño y sabio, pertenece a un mundo pasado. Son marcas de la apacible serenidad que Chishu Ryu, el actor fetiche de Ozu que interpreta sistemáticamente el papel de paterfamilias desde Había un padre, de 1942, sabe infundir a sus personajes: sus breves apariciones son la ocasión de expresar una moral fatalista que no contribuye en nada a resolver los problemas a los que se enfrentan sus hijas. La sabiduría de los ancianos es digna de respeto, pero prácticamente inútil ante la condición moderna.
  Podría parecer que el guion de la película adolece de un carácter metafórico demasiado evidente: el Japón de antaño está a punto de desaparecer y el de hoy se debate entre el apego a la tradición y la entrada sin ambages en un nuevo mundo inspirado en Occidente. El propio Ozu parece reivindicar esta dimensión del análisis al iniciar su película con una clase de anatomía en la facultad de medicina totalmente innecesaria para la trama. Pero la película va mucho más allá de la disección de la sociedad japonesa de posguerra que, sin duda, contiene. Limitarla a esta dimensión implicaría desviar la atención de lo que realmente está en juego en los planos, en la actuación de los protagonistas, en el provechoso uso de los papeles secundarios o en el trabajo con las luces y las sombras.

  El trabajo escénico en torno a las dos hermanas es de una riqueza apabullante. Bebe de un juego a la vez sutil y luminoso con los códigos del cine, con una hermana mayor representada casi mediante un arquetipo (pero no una caricatura) de la mujer japonesa del cine clásico, cuyo comportamiento y lenguaje corporal se inspiran tanto en los valores familiares como en el teatro tradicional, y una hermana pequeña que evoca explícitamente los códigos hollywoodienses, en particular los de la comedia y el musical, con expresiones inspiradas en Judy Garland y Ginger Rogers y canciones de cosecha propia que parodian películas ligeras de la MGM.
  La caracterización psicológica de las dos protagonistas (la conformista y la rebelde) se corresponde con su vestimenta: Setsuko lleva ropa tradicional negra y Mariko ropa occidental blanca. Buena parte de la sutileza de la película, muy característica del espíritu de Ozu, reside en su capacidad de mostrar lo que las une sin ocultar lo que las diferencia o incluso las enfrenta. Esta superación verdaderamente dialéctica que, en vez de negar las diferencias, construye lo común a esas diferencias es el auténtico motor de la película. Encuentra una expresión plástica de una sencillez asombrosa en el deslumbrante «efecto especial» de un campo-contracampo en los rostros de las dos jóvenes. Encuadradas exactamente igual, en plano fijo, de manera que una se sustituye literalmente por la otra, los rostros de las actrices Kinuyo Tanaka (la mayor) e Hideko Takamine (la pequeña), que no se parecen en nada, podrían ser dos aspectos contrapuestos de un mismo ser. La frase final de la película, «somos diferentes», una fórmula jovial para calmar los ánimos, puede ser también una declaración de afecto y respeto, para unir en lugar de separar.
  En este proceso es perfectamente posible ver una propuesta sobre la sociedad japonesa en general y, más concretamente, sobre la generación que llegó a la edad adulta en los años cuarenta. La historia de las dos hermanas evoca una idea democrática, insólita en el contexto que vivía el país: la de que no todos los japoneses tienen por qué parecerse ni comportarse de la misma manera; la de que la comunidad se beneficia cuando acepta las diferencias en su seno en lugar de exigir la uniformidad conforme a un modelo concreto.
  La película cuenta la historia de dos hermanas y sus allegados, que son muy pocos, a escala de su intimidad. Sin embargo, no deja de poner en relación lo singular y lo colectivo. Con la economía de medios que caracteriza el cine de Ozu, lo colectivo existe, por un lado, gracias al uso de los edificios, poniendo en diálogo los monumentos del Japón clásico y los inmuebles que albergan los grandes medios de comunicación llegados de EE. UU., así como del atrezzo, en particular de los muebles, y de las bebidas alcohólicas que se consumen.
  Por otro lado, y muy especialmente, se evidencia gracias a los personajes secundarios. Los camareros y clientes de los dos bares en que se desarrollan varias escenas brindan la ocasión para ello, al tiempo que la embriaguez permite expresar en voz alta tanto las heridas, humillaciones y renuncias provocadas por la guerra y la derrota como el machismo de la sociedad japonesa que Ozu tan a menudo denunció. Gracias a esas escenas que transcurren en lugares públicos, si bien poco frecuentados (nunca hay más de tres o cuatro protagonistas en un decorado), la historia de las dos hermanas está en consonancia con aquello que atormenta a un país derrotado y maltrecho, donde coexisten y se contraponen las huellas materiales de dos culturas y dos organizaciones sociales.

  Esta propuesta central se ve enriquecida y dinamizada por otros dos procesos, en los que se despliega tanto la singularidad de lo que propone esta película en concreto como una expresión paradigmática del espíritu del cine de Yasujiro Ozu. Al juego entre las dos hermanas diferentes, lleno de matices y reorganizaciones, se opone la relación con el tercer personaje principal, que no es ni el padre ni el amante más o menos apasionado, sino el marido de Setsuko. Este antiguo ingeniero, herido de guerra, desempleado, amargado y alcohólico, es uno de los personajes más sombríos y negativos filmados por Ozu. Encarna literal y poderosamente el lado oscuro del Japón derrotado, la violencia destructiva y autodestructiva que, junto con las fuerzas que representan los demás personajes, atormenta al país. Su injusta violencia hacia su esposa se expresa de muchas maneras, todas de una brutalidad y una crudeza insólitas en la obra de este cineasta. Pero llega a su clímax al más puro estilo de Ozu, con ese encuadre demencial en el que la mujer, amorosa, respetuosa y comprensiva, se sitúa en el centro de un plano en el que solamente entra el pie descalzo del marido que la insulta por la esquina inferior izquierda.
  Este encuadre, más todavía que la escena en que él la abofetea brutalmente varias veces, es una manifestación plástica del ejercicio arbitrario y delirante del único poder que le queda a un ser destruido: el de vengarse de la persona que tiene a mano. El personaje interpretado por el excelente So Yamamura (que volverá a aparecer tres años más tarde en la película más famosa del director, Cuentos de Tokio, entre otras de Mikio Naruse y Kenji Mizoguchi) polariza las energías más negativas, hasta el fatal desenlace que parece que hubiera buscado a toda costa.
  Y, por si fuera poco, Las hermanas Munekata termina con un auténtico golpe de efecto, tanto más notable cuanto que tiene lugar discretamente: nada menos que una afirmación de libertad por parte de la mujer que parecía más sometida a los códigos dominantes. Esta libertad se ejerce con respecto a la sociedad, pero también a los códigos de la ficción, es decir, los escenarios proyectados por quien solo quería lo mejor para ella, negando sus propios sentimientos. La hermana pequeña había decidido por la mayor qué era lo mejor para ella, una decisión conforme a lo que también se suponía que querrían los espectadores de la película, ya que se adecúa al prototipo de romance, tan socorrido en películas, libros y ficciones de todo tipo. La decisión de Setsuko será la afirmación de una elección personal, de la libertad frente a unos esquemas narrativos trillados. Esta decisión, expresada con delicadeza, es un golpe de efecto discreto, ese gesto radical de libertad pero sin ánimo ilustrativo que tan bien resume el gran arte de Ozu.

LA DULZURA DE LA FUGA DEL TIEMPO POR CHARLES TESSON...
  Descubierto años después de su muerte, pues en su tiempo sus películas habían sido juzgadas menos exportables a Occidente, la obra de Ozu, límpida, consagrada a captar la evolución de las costumbres y la fuga del tiempo, conmovió de inmediato. Marcado por una profunda sensibilidad hacia la cotidianeidad de la familia y sus ritos de perpetuación (el matrimonio de los hijos e hijas), su cine, tanto en el fondo como en el estilo, es a la vez muy japonés y universal.
  Yasujiro Ozu, nacido en una modesta familia de comerciantes, fue criado por su madre en Tokio, pues su padre regentaba un comercio en provincias. Alumno poco aplicado (fue expulsado del instituto por indisciplina), inapto para los estudios superiores, maestro mediocre, con inclinación al alcohol (recurrirá a su padre para pagar sus deudas de bebedor y tomará sake durante toda su vida), le debe a un tío suyo la entrada en los estudios de la Shochiku en 1923, donde llevará a cabo toda su carrera. Allí conoce a Kogo Noda, que se convertirá en su amigo y en su guionista habitual. Acostumbrarán a juzgar la calidad de un guion en función del número de botellas de sake vaciadas.
  Gran consumidor de películas americanas (comedias, películas burlescas), Ozu se inicia como gagman y ayudante de dirección de películas burlescas (nonsense mono). Miembro del “Grupo frívolo”, se especializa en bromas atrevidas, de dudoso gusto, y se jacta de colar siempre una escena de váteres en las películas. Dirige comedias ligeras, bajo influencia americana (admira a Harold Lloyd, a Lubitsch). Al llegar a su décima película, Me gradué, pero... (1929), renuncia al nonsense mono (aunque sus películas seguirán contando siempre con momentos sabrosos), en favor de un cine más grave, de crítica social. Toda su obra (Vida de oficinista, 1929) pertenece al género shomin geki, que trata sobre la vida ordinaria de las clases humildes y de la clase media. Anarquista en el alma, muy antimilitarista, asqueado por la evolución de su país, rueda regularmente hasta 1937, posteriormente de manera más esporádica (una película en 1941, otra en 1942, Había un padre, magnífica), y retoma un ritmo normal a partir de 1947. Ozu muere de cáncer en 1963, el día de su sexagésimo cumpleaños. Este hombre que hizo de la familia el corazón de sus películas nunca fundó una, pues nunca se casó. Al no creer en el más allá ni en la reencarnación, convencido de que nada queda de nosotros tras la muerte, hizo escribir el ideograma mu (vacío) en su tumba. Tras su fallecimiento, su actriz fetiche, Setsuko Hara, de la que se le decía enamorado, renunció al cine y vivió recluida en su casa, no lejos del cementerio en el que está enterrado Ozu.
  Ozu hizo películas en las que fue creciendo al mismo tiempo que sus personajes, empezando por filmar jóvenes y estudiantes (sus primeras películas) y más tarde personas mayores. El gran actor Chishu Ryu, que actúa en Había un padre y posteriormente en todas sus películas (Ozu siempre conservó un espíritu de troupe), se convertirá en el interlocutor de sus interrogaciones sobre la existencia. Sus películas de los años treinta describen a familias pobres, de condición modesta. Después de la guerra, su nivel de vida evoluciona (empleados, ejecutivos). Auténtico etnógrafo de los usos de la sociedad japonesa (el tenis y el ocio chic en los años treinta, el golf en los años cincuenta), hace de la perpetuación de una tradición, la de los matrimonios concertados, el teatro conflictivo de sus películas, que confronta a la americanización creciente de la sociedad, hasta el punto de que sus personajes, en sus últimas películas, ¡pueden renunciar al sake para beber whisky!
  Su mejor película de los años treinta, muda, es He nacido, pero..., en la cual unos niños se rebelan contra su padre, que hace zalamerías ante su jefe cuando ellos se permiten humillar al hijo de éste en el colegio. Este descubrimiento de la desigualdad social y este rechazo radical a la vida en sociedad que les espera (sumisión, hipocresía) la convierten en una película de una lucidez aterradora. Su otra película mayor, junto con Cuentos de Tokio (1953), sobre una pareja de ancianos que va a visitar a sus hijos e hijas casados y sienten que están de más, es Primavera tardía (1948), que será la matriz de otras de sus películas posteriores. Un padre, viudo, vive solo con su hija, la cual rechaza el matrimonio para no abandonarlo. El padre tendrá que actuar con astucia, haciendo creer que se va a volver a casar, para lograr que su hija sí lo haga, antes de finalmente quedarse solo. El matrimonio en Ozu es una paradoja, un punto de crueldad. Es necesario para la perpetuación de la familia pero al mismo tiempo es un doloroso trance de separación entre padres e hijos. El matrimonio de una hija (Otoño tardío, 1960, El sabor del sake, 1962) es un anticipo de la soledad, preludio de la muerte. Sin que entre en juego el incesto, Ozu es único en el arte de filmar el amor entre los miembros de una misma familia.
  Si sus películas mudas están muy influenciadas por el cine americano (movimientos de cámara, luz, interpretación de los actores), el estilo se depura poco a poco hasta encontrar una forma constante, dando la sensación, efecto reforzado por los temas idénticos, de una repetición-variación entre sus películas. La posición de la cámara es baja, como si el espectador, junto a los personajes, estuviera sentado en el suelo, en un tatami. Los planos son fijos, frontales, sin profundidad de campo, y las entradas de los personajes se hacen siempre a partir de elementos del decorado, nunca desde el borde del encuadre. Los decorados de las escenas, invariables, siguen el curso del día: primero la oficina, luego un bar o un restaurante, finalmente un regreso a casa. Cada plano está cuidadosamente compuesto (lo cual se hará aún más intenso con el notable uso del color) y Ozu utiliza los accesorios (boles, frascos de sake, botellas de cerveza) para componer un friso delicado. La actividad de los personajes es sencilla: beber, comer, hablar. El ritmo del montaje, a menudo vivo, se ajusta a las diferentes tomas de palabra. Para cada palabra pronunciada, su rostro. Cada final de escena dialogada concluye con una musiquilla suave que sirve de conexión, acompañada de planos de decorado vacíos, llamados “pillow shots”, para descansar el ojo del espectador. Son, sobre todo, el presentimiento de un desvanecimiento del ser, preludio de la muerte. El cine de Ozu, poblado por relojes que indican la hora, está obsesionado con la fuga del tiempo. Cuanto más fijo es el plano y más inerte el decorado, más se siente, con un simple juego de sombras o un reflejo de luz, el tiempo fugaz. Nada de nostalgia en Ozu, tan solo el perpetuo discurrir del tiempo, aceptado con serenidad y desprendimiento.

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