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SINOPSIS
Tras ser diagnosticada con una enfermedad terminal, Claudia decide emprender su último viaje a Suiza. Flavio, que no se ha apartado de su lado desde hace más de cuarenta años, decide acompañarla en este viaje sin retorno...
INTÉRPRETES
ÁNGELA MOLINA, ALFREDO CASTRO, MÓNICA ALMIRALL
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PREMIERE
PREMIOS Y FESTIVALES
- Seminci de Valladolid 2024
- Festival de Toronto 2024: Premio al gran mérito artístico y autoral de la película
INFORMACIÓN EXCLUSIVA
ENTREVISTA AL DIRECTOR...
¿De dónde surge la idea de hacer una película sobre la muerte asistida?...
Desde pequeño, he pensado mucho en la muerte. Es una obsesión que me ha acompañado toda la vida, aunque con el tiempo he aprendido a convivir con ella de forma más ligera. Llegó un momento en el que sentí la necesidad de trabajar en un proyecto que abordara este tema. Justo cuando estaba en este proceso, unos amigos me contaron su historia: era una pareja mayor que formaba parte de una asociación de suicidio asistido en Suiza, y su plan era llevarlo a cabo juntos. Me impactó tanto que propuse hacer un taller de actuación sobre cómo sería llevar esa historia a escena. Ese fue el germen de la película. A partir del material generado en el taller, fuimos construyendo la trama y los personajes a través de improvisaciones, juegos y lecturas. Sin embargo, por motivos personales y de salud, esa pareja no pudo participar en la película. Entonces decidimos continuar con actores profesionales, recreando su historia desde la ficción.
¿Fue al replantearla en clave de ficción cuando se convirtió en un musical?...
La música apareció desde el principio, incluso durante el taller. Nos dimos cuenta de que, en las escenas más complicadas y difíciles, la música surgía de manera natural, ya fuera escuchándola o bailando. Investigando más sobre el tema de la muerte asistida, descubrimos que la música también estaba presente en muchos documentales sobre el tema. Y, de manera más amplia, en la iconografía de la muerte en general, tanto en Occidente como en otras culturas. La música se convirtió en una herramienta esencial para canalizar emociones que son difíciles de expresar con palabras.
Es un contraste audaz, tratándose de un tema como la muerte asistida...
Sí, aunque para mí la película no trata específicamente sobre la enfermedad terminal o la muerte asistida, sino sobre cómo lidiamos con nuestros afectos y expectativas ante el vacío que supone la muerte. ¿Cómo nos preparamos para morir? No queríamos que la música fuera decorativa, sino que formara parte de la narrativa. La música nos permitió explorar aspectos que, solo con diálogos, hubiera sido imposible abordar. No se trataba de hacer la película más ligera, sino al revés: la música nos sirvió para profundizar en la complejidad del tema. Sé que es una mezcla inesperada, pero no lo veo como un ejercicio de provocación, sino como una manera de acercarme a la muerte de la forma más sincera y profunda posible.
En los últimos años hemos visto musicales de autor atípicos, que tratan temas duros, desde Annette, de Leos Carax, hasta Emilia Pérez, de Jacques Audiard. ¿A qué responde?...
Creo que vivimos en un momento de cambio tan radical que se ha generado cierta desconfianza hacia lo que solíamos considerar que era la realidad. Esto ha llevado a muchos cineastas a recurrir a géneros cinematográficos como el musical o el cine de terror, como una forma de explorar esa supuesta realidad de manera más profunda. No lo veo como una forma de escapismo, sino como un método para repensar el mundo desde una perspectiva que vaya más allá del realismo convencional.
¿Cómo encaraste el tema de la enfermedad en la película?...
Nos documentamos mucho sobre las enfermedades terminales, pero no queríamos centrar la historia exclusivamente en la degradación del cuerpo. Más bien, la enfermedad es una amenaza constante, una espada de Damocles sobre los protagonistas, que los obliga a tomar decisiones importantes antes de que sea demasiado tarde.
Queríamos explorar más bien aspectos existenciales y afectivos, y no solo centrarnos en lo físico. La película se pregunta cómo queremos vivir, cómo compartimos nuestras decisiones con nuestros seres queridos y cómo nos acompañamos los unos a los otros en el proceso que lleva hacia la muerte.
¿Cómo surgió la colaboración con María Arnal?...
Llevaba hablando con María desde los tiempos de Los días que vendrán y tenía ganas de colaborar con ella. Quisimos crear algo que sonara contemporáneo, pero sin ser moderno en el sentido convencional. Queríamos que la música evocara algo atemporal y ancestral. Finalmente, optamos por reducir los elementos a voces y percusión, buscando algo simple pero poderoso. La idea era jugar con la voz humana y el tambor, elementos que remiten a lo más básico de la humanidad: el ritmo y el aliento.
Aunque nos moviéramos en cierto minimalismo melódico, queríamos que la música pudiese ser cómica, solemne, tenebrosa o luminosa según la escena.
¿Y con la compañía de danza La Veronal?...
Hace tiempo que me interesa mucho la danza contemporánea. Ver a La Veronal en directo fue una experiencia transformadora. Quise capturar la esencia del trabajo coreográfico de su director, Marcos Morau, en la pantalla. Ensayamos los números musicales durante 12 días y los rodamos en solo dos. Fue esencial la colaboración con María Arnal y Marcos Morau, que ya habían trabajado juntos, sumados a Pablo Maestres, que había dirigido muchos videoclips y me ayudó a encontrar el registro visual adecuado para esos números de baile.
La pareja protagonista une a dos actores de procedencias y trayectorias distintas, Ángela Molina y Alfredo Castro. ¿Por qué funcionaban bien juntos?...
Ángela Molina fue una elección evidente. El personaje estaba escrito casi a su medida: inconscientemente, había algo que encajaba perfectamente con su presencia.
Necesitábamos a alguien con la solidez y la calidez que siempre aporta, pero también con esa locura maravillosa que caracteriza su actuación. Para interpretar a su marido, busqué a un actor más terrenal, que equilibrara la fantasía que ella podía aportar a su personaje. Pensé en un latinoamericano, porque he conocido a parejas parecidas en Barcelona. Cuando surgió la idea de Alfredo Castro, todo encajó. Él aportaba esa mezcla de aire y fuego que buscábamos. Además, tiene experiencia como director de teatro, lo que encajaba perfectamente con la dinámica creativa entre ambos personajes.
¿Cómo escogiste los escenarios, en Barcelona y en Suiza?...
En Barcelona, quería trabajar en el barrio donde crecí. Había rodado muchos de mis cortometrajes allí y quería volver a mis orígenes. Buscamos una casa que se pareciera al lugar donde crecí. La playa también tenía un significado especial para mí, sobre todo en invierno, que es cuando más me atrae. Es una Barcelona que, aunque está presente, no siempre se muestra en el cine. Quería retratar esa parte de la ciudad que es más cotidiana y cercana, menos idealizada. En cuanto a Suiza, fue un reto logístico.
Rodamos las escenas de montaña en las Dolomitas, en Italia, por cuestiones de coproducción, intentando replicar los paisajes suizos. También fue muy importante rodar en la casa donde se encuentra Dignitas, el centro de asistencia para el final de la vida. Fue una experiencia muy intensa, porque no es un lugar fácil en el que filmar, pero Dignitas nos apoyó y nos facilitó las cosas. Queríamos capturar la paz y tranquilidad del lugar, siendo fieles al proceso real que viven las personas allí. Creo que logramos reproducir esa energía.
En los últimos años se han rodado varias películas y se han escrito números libros al respecto. ¿Tuviste alguna referencia o inspiración particular?...
La primera que me viene en mente es el documental suizo Dignitas - La mort sur ordonnance, que habla sobre esta asociación suiza. Sin embargo, lo que más me influyó fueron cineastas que no abordan directamente este tema. Volví mucho a Ingmar Bergman, en especial Gritos y susurros. Aunque no tiene una relación directa con mi película, su forma de trabajar estéticamente y en el lugar emocional que toca influyó mucho en mi proceso. También volví a los musicales de Stanley Donen y a los melodramas de Vincente Minnelli y Douglas Sirk.
¿Cómo ha evolucionado tu cine desde tus comienzos? Da la sensación de que has ido abordando las distintas etapas de la vida: el enamoramiento, la pareja y sus conflictos, el reto del embarazo y la parentalidad, y ahora la madurez y la muerte...
Sí, creo que hay algo de eso, aunque no lo planifico de manera tan consciente. No me gustaría pensar que hago cine generacional; prefiero que mis películas resuenen más allá de una edad específica. Por ejemplo, en Polvo serán hay varias generaciones representadas.
Para mí, el cine es un proceso de aprendizaje, una exploración constante de nuevos territorios. Me gusta desafiarme y no tomar el camino fácil, aunque todo surge siempre del material. Me dejo guiar por lo que me genera curiosidad o incomodidad.
Si algo me incomoda, suelo sentir la necesidad de investigarlo e indagar en ello.
En cuanto a la forma, en tus películas siempre hay elementos disruptivos, desde el uso de la videoconferencia en 10.000 Km al vídeo doméstico de Los días que vendrán. En esta película, las secuencias musicales también rompen con la narración clásica. ¿Por qué eliges estos desafíos formales?...
Para mí, el cine no trata solo de contar una historia, sino de crear imágenes y sonidos que generen un ritmo y un movimiento. Es una forma de tocar aspectos a los que no podríamos llegar de otra manera. Aunque mis películas parecen muy habladas, me interesa más lo que sucede entre las palabras, cómo las imágenes pueden comunicar algo más profundo. Siempre estoy explorando cómo llegar a esos lugares inalcanzables a través del cine.
Desde Los días que vendrán has trabajado exclusivamente en televisión. ¿Ha influido de alguna manera en tu cine?...
Trabajar en televisión ha sido muy útil. Te permite rodar con más frecuencia, lo que es esencial para seguir aprendiendo y probando. En televisión hay más libertad en ciertos aspectos, y eso me ha permitido ser más juguetón y explorar ideas que luego he llevado al cine. También he estado muy en contacto con el teatro. Especialmente, con Pablo Messiez, con quien tuve el lujo de poder trabajar, o con compañías como La Tristura.
Ese encuentro con el teatro ha sido una influencia enorme, especialmente en la forma de trabajar con los actores y en la búsqueda de nuevas formas narrativas. El teatro ha abierto mi cabeza de una manera que quizás el cine no había logrado.
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