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Recordando... HATHAWAY: COMERCIALIDAD CONVERTIDA EN RELIGIÓN
Por el hecho de ser espectáculo, resultado de un cúmulo de acciones realizadas independientemente del espectador, toda película...

   
   

    Por el hecho de ser espectáculo, resultado de un cúmulo de acciones realizadas independientemente del espectador, toda película posee carácter de “mundo” aparte; un mundo ricamente entrecruzado de relaciones y líneas de influencia, una especie de planeta.
  Ahora bien, hay casos que lo patentizan más que otros, pudiéndose diferenciar entre ellos películas como “La clave del enigma” de Joseph Losey, en las que el mundo es el nivel definitivo de un deseo ascensional hacia metas puramente definidas por una teorización ambiciosa de lo que es el cine y sus más adecuadas posibilidades, en términos amplios se incluye aquí la mayoría de ciertas impetuosas películas de autor: “Rebelde sin causa” o “Río salvaje”.
  Y películas en que todo se edifica por un permanente ir, atender y participar en una ceremonia que tiene mucho de religiosa: “El fabuloso mundo del circo” es uno de los ejemplos más ilustres de esto; y, por las circunstancias de que su producción se ha rodeado, aparece como una gran gala o broche de oro de toda esta segunda manifestación.
  Más que como un planeta, su influjo se siente como el de una catedral, más romántica que gótica, resumen supremo de incontables actos de confianza, humildad, generosidad, entrega, por parte de sus autores, plenamente lúcidos para con un universo de mitos y preceptos que parece muerto y falso y es verdadero y vivo: Hollywood, sensacionalismo, “La película en que todo es fabuloso”, culto a la estrella, look, organización industrial, etc.
  “Yo creo que las películas pertenecen a los productores”. Esto ha dicho Henry Hathaway, y con ello expresa su acto de fe en esta religión.
Que esta religión posee precisamente la fuente de energía que es característica de una religión, es decir, de la dimensión religiosa de la vida del hombre, es algo que la película demuestra y que en esta crítica se intentará mostrar.
  Lo profundamente grandioso de la última producción de Samuel Bronston es su confiada asistencia, que incluye un dar y un recibir, a una luz que se evidencia como la única verdadera. “La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz por cuanto sus obras eran malas. Pues quien obra mal aborrece la luz, y no se arrima a ella para que no sean reprendidas sus obras. Al contrario, quien obra, según la verdad se arrima a luz, a fin de que sus obras se vean… (Juan, III, 19-20-21).
  Dicho esto sin el menor ánimo de entablar inoportunas comparaciones, aún cuando en la religión cinematográfica de Hathaway fácilmente se podrían hallar las muestras de la característica austeridad del proceder franciscano. “La luz aún está entre vosotros por un poco de tiempo. Caminar, pues, mientras tenéis luz, para que las tinieblas no os sorprendan, que quien anda en tinieblas no sabe adónde va. Mientras tenéis luz, creed en la luz, para que podais huir de la luz” (Juan, XII, 35-36).
  Una luz que es real, vital y sólida. “El fabuloso mundo del circo” no fascina por inspirar una sensación envolvente -especie de vaho de droga con apariencia engañosa de goce estético-, fascina porque está llena. Se trata de un mecanismo de fascinación rigurosamente opuesto. John Wayne persigue a Rita Hayworth a través de la estructura de madera que soporta los graderíos de la plaza de Chinchón, se les ve, por fin, corriendo en el mismo encuadre; se detienen, plano que les encuadra de perfil, y Wayne dice: “Una amiga de Hamburgo me dio recuerdos para ti”. “Hayworth: “¿La viste?; esto dicho como un ritual. No es la consabida alusión sólo para enterados, sino la evidencia, sorprendente, de una posibilidad infinita de ir más allá, riqueza, de lo que serían los dos personajes en la escena si ésta fuera concebida según definiciones teóricas de acontecimiento.
  Infinitos acontecimientos. La película es un depósito inagotable en que el espectador puede introducirse con todas sus reflexiones, su experiencia, su intimidad, puede extraer de él cuantas abstracciones y esquemas desee y notar cómo de ningún modo accede a reducirse a ellos sin quedar nada debajo, porque siempre queda algo; de hecho queda el depósito todo, intacto y perpetuamente dispuesto a que según nuestra voluntad sigamos desarrollando abstracciones y esquemas.
  El primero de los planos en que se encuadra a la vez los movimientos de Wayne y Hayworth por entre los soportes, podría obedecer a un deseo de Hathaway de catapultarnos que en ese momento lo esencial es la proximidad de los dos actores en un mismo espacio, y que se están viendo.
  Incapaces de reaccionar, esto sería contemplando las ricas posibilidades de la realidad encuadrada y fotografiada en 70 mm., aceptaríamos, quizá, tal esquema agotando lo que no fuera ese falso y violento esencial. Pero Hathaway no puso todo su industrioso saber del cine en ascender a una conquista, sino, se ha dicho, en asistir a una como ceremonia, liturgia, en vista de tres principales propósitos concretos: silencio universal ordenado por él durante el rodaje, que incluyó hasta un tractor que maniobraba en un campo de las cercanías, y que palpablemente se nota en el film: el escenario natural, estructura de madera, que está ahí no porque Hathaway quiera decir “yo soy un autor”, y solucionar la secuencia de forma bella y original, sino porque el graderío y los soportes están ahí. Y dirigiendo ahí sus pasos Hathaway profesa su religión; finalmente el mito Rita Hayworth, con el que considerar cosas como el triunfo, dice Jacques Siclier, de la vampaseptizada, matrimonio con Orson Welles, exilio de Hollywood, la gloria mundana en su matrimonio con Ali Khan, su regreso a Hollywood, su madurez física, no es literatura para Hathaway, tampoco lo es para el espectador del film.
  Lo que se ha denominado religión actúa, pues, como un apoyo, consistente y exterior, que se revela el más patente e inmediato para el trabajador cinematográfico y la adecuada materia para que, de la forma más idónea, realice sobre ella sus personales virtudes humanas, nada, ni teorías ni cosas a decir al mundo, lo supera en este aspecto.
  Conviene ahora aclarar que en todo cuanto precede no se habla de una cierta religión del dinero con cuyo recurso muchos malintencionados no paran de atacar al cine de gran superproducción. Ello no quiere decir que exista pugna con ella, hacer cine pensando de frente en la taquilla exige una inteligencia y una humildad, no se la confunda con bajeza o prostitución, que en ocasiones, en América casi siempre, han colaborado a excelentes resultados. Pero esto se sale del objeto del artículo.

Texto escrito en 1965 por JOSÉ MARÍA PALÁ y LUIS REVENGA

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