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Recordando... EL CINE Y SU DOMINIO
No cabe duda de que por “fas o nefas” la exhibición cinematográfica ha encontrado en la...

   
   


   
La posesión total del instrumento expresivo propuesto para sus fines -que se reducen a uno: conocimiento del hombre- es meta y cumplimiento de todo arte. Esta posesión sólo puede desembocar en la coherencia de otra realidad, tan orgánica como la circundante, sobre la que gravite y se ordene el sistema solar de la obra. No se aspira, pues, a una imposible -y por lo demás inútil- suplantación aproximativa de la realidad, sino a un replanteamiento de ella por los medios que son específicos de cada arte. Cerrazón o luminosa campana de cristal en la que fuerzas sometidas a un homogéneo movimiento de traslación luchan por seguir siendo -insisten en su ser, como en la célebre proposición de Spiniza-, para imponernos una evidencia que exorcize la fugacidad del instante. Excepción a esta regla: en el cine la calidad propia de la obra coincide con la realidad que nos rodea, y no es, pues, preciso crearla, sino descubrirla y acompasar nuestra mirada a su secreta pulsación.
  Un film será entonces, en la mayoría de los casos (Walsh, Hawks, Donen, Renoir, incluso Lang), cierta captación, determinada forma de mirar la realidad, a un tiempo soliloquio y diálogo entre la contemplación y lo contemplado, alegría o criptograma de nuestro santuario existencial. Pero los hay que rehúyen del presupuesto -sospechoso sin duda por lo que puede tener la velada tentación- e inmolan la realidad en sacrificio incruento a aquel absolu de ‘L’Oeuvre’ de que habló Michel Mouriet.
  Así, en Hitchcock, cuya planificación constantemente fragmentada, remite a la existencia y prolongación de un mundo propio -sin nada que ver con el real del que forzosamente es extraído-. Más allá de la zona de realidad que retiene cada plano y susceptible de irrumpir brutalmente en ella a la siguiente imagen. (De esta intuida presencia y amenaza deriva el gran tema hitchcokiano de la vulnerabilidad que hace de todos los films de este autor – y “Los pájaros” es ejemplar al respecto- historias de ataque, penetración y posesión). Otra estirpe de autores – abro paréntesis en torno a los que, de Sirk a Ray, de Minnelli a Rossellini, de Fleischer a Mankiewicz o a Dreyer, persiguen y conquistan su propia dramaturgia- reivindica para sí el ser de la obra y taladra de reflexión el centro de sus corrientes submarinas. Se trata entonces de imponer desde arriba, por el poder de la inteligencia y su electrizada tiranía, un movimiento tal a las apariencias que sin abdicar de sí mismas – antes perseverando más intensa y trágicamente en su propio ser- el sentido de su existencia fluya paralelo y, finalmente, se asimile en perfecta ósmosis (de ahí la exasperación de las secuencias finales de “The criminal” de Losey, para poner un ejemplo entre otros) a la trayectoria del pensamiento del autor.
  El difícil equilibrio y transustanciación entre pensamiento y realidad – de suerte que no se llegue a discernir si el pensamiento fue impuesto a la realidad o derivó de su contemplación espontánea- define el riesgo de una empresa propicia como pocas al naufragio. Laborioso arte del dominio, máquina o invención de Morel en la que -a diferencia de la que imaginó Bioy Casares- las sombras sólo llegarán a seres vivos y libres a condición de quedar presos en un engranaje ritual. Todo o nada, y la dictadura del autor sobre la realidad que acota no nos redimirá sino redimiéndose. Arte geométrico y racional, caligrama científico que al dibujarse nos dibujó también extrañamente a nosotros en el desierto blanco de la pantalla. Hacernos aceptar y enjuiciar como disponible una realidad aherrojada por la inteligencia del autor en función de su visión del mundo constituye la suprema liberación y catarsis de este arte del dominio. Cada uno a su modo, autores como Losey, Preminger, Weiss, Cottafavi, Eisenstein, Godard o Chabrol imponen su andamiaje racional a la realidad planteada y nos la muestran necesaria y cerrada sobre el abismo de su irreductible cohesión interna.
  Los caminos divergen, y lógicamente el poder de dominación sobre la obra no alcanza siempre igual intensidad, destruyendo a menudo (Eisenstein) o dispersando (Godard, Chabrol) o resolviento en destellos sensoriales (Weiss, Cottafavi) una realidad que en el mejor de los casos (Preminger, Losey) difícilmente podrá igualar en riqueza y capacidad de sugestión a la mostrada por Lang o Mizoguchi, en quienes la voluntad de creación -sin ningún contacto mutuo, por otra parte. No es a todas luces tan racionalmente concebida. Sólo una sedimentada tradición cultural de la que el cine aún carece, permitirá que la poesía de Elio, pongo por caso, lejos de asfixiarse en el helado quirófano a que por su deliberación parecía destinada, se abra sobre lo más nuestro de nosotros mismo. Pero este arte racional y férreo que es el cine así entendido ofrece como contrapartida dos grandes virtudes: la dominación y cuerpo a cuerpo victorioso del autor sometiendo la realidad a su realidad y extraordinaria claridad y lucidez analítica con que se nos invita a participar en el proceso para indultar o condenar a aquella. Arte tanto más auténticamente distanciado que el de Brecht cuanto que en éste la proliferación de referencias distanciadoras convencionales -carteles, canciones, etc.- crea, finalmente, a partir de ellas, una nueva habitualidad que anula nuestra libertad de juicio. Se me objetará que Weiss, Preminger, Losey o Cottafavi no rehúyen, antes procuran ganarnos para la obra merced a un mecanismo de fascinación. Pero es que este mecanismo necesario no para coartar nuestra reacción ante la obra, sino simplemente para que ésta existe, como el diálogo y la representación en el arte escénico. La fascinación o liturgia visual –en cierto modo, lo que ya Epstein llamaba fotogenia-, la integración en un solo impulso de cuerpos y apariencias es, como diría Roland Barthes, el signo propio del cine, que nos llama en los rostros de los amantes reflejados por un instante sobre el lóbrego eljibe de Esnapur o la obsesionante bicromía de los jinetes en el desierto de “Amazonas negras”. La reflexión vendrá después, en nada condicionada por este inicial descubrimiento óptico.

Ensayo públicado en 1965

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