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NOTAS DE LA DIRECTORA...
Que la violencia social deja huellas es algo que hoy nadie niega. Que esa violencia genera daños si no se expresa públicamente, no se construye en forma de relato y no se comparte, es algo menos sabido.
Numerosos estudios de antropólogos, psiquiatras y sociólogos, confirman que la violencia social no se resuelve simplemente con un acuerdo de paz, por muy importante y complejo que haya sido llegar a él. Hace falta la elaboración simbólica de lo vivido, lo sufrido y lo perdido. De alguna manera el miedo, las tensiones y el sufrimiento vividos anidan en nuestro cuerpo y en nuestra psique, queramos o no, lo sepamos o no, y generan en nosotros condicionantes que impedirán un camino libre de ataduras y un nuevo principio si no se resuelven. Estas heridas del pasado se heredan de padres a hijos condicionando conductas y emociones, hasta que alguien dedica pararse, mirar atrás y romper la cadena.
El cine, como la literatura, pueden ser un vehículo liberador a través del cual el sufrimiento se exprese y se resuelva. No puede reparar la pérdida, ni compensar el horror vivido, pero sí contribuir a un nuevo espacio sereno de convivencia donde todos se sientan escuchados. Es natural y es sanador que en los últimos tiempos hayan aparecido novelas que intentan relatar lo ocurrido durante más de 40 años de violencia y 829 víctimas mortales.
Pero no es su contribución al fin del silencio la principal virtud de “El Comensal” ni lo único que me atrajo inicialmente del proyecto. Fue la voz de su joven autora, Gabriela Ybarra, la descarnada distancia que nunca cae en lo fácil ni en lo sentimental, logrando emocionar.
Ybarra se esfuerza por ordenar los hechos desnudos, acontecimientos que, aunque fueran públicos (el asesinato de su abuelo copó las páginas de los periódicos de la época, sus tíos han escrito libros al respecto, su padre es un notable periodista), eran oscuros para la familia porque nunca llegaron a formar parte de la conversación, del relato familiar, ni de su intimidad.
La percepción del terrorismo de Gabriela Ybarra es muy característica de una generación nueva, más joven, nacida en plena democracia y que quiere otro modelo de convivencia social. La belleza del relato de Ybarra estriba en conectar la narración minuciosa de la relación familiar y la enfermedad de su madre, una vivencia íntima, con la vivencia social del terrorismo de ETA y las consecuencias que tuvo al dictar una manera de relacionarse dentro y fuera de las familias.
Su percepción de la violencia y cómo afecta a los sentimientos, independientemente de posiciones políticas, hace de su relato una historia humana digna de ser contada. Nos habla de las diferentes estrategias entre generaciones para enfrentarse a un mismo hecho y de cómo las familias superan una pérdida y se acercan solo si saben ser valientes y expresar su dolor juntos.
En esta película construida sobre lo que oculta tanto como sobre loque se dice, será crucial el retrato de los comportamientos, las miradas, los gestos y los matices de los actores. Pesan tanto los diálogos como, sobre todo, lo que callan, por lo que el reparto tendrá un gran peso.
El relato literario se construye en primera persona sobre un hilo dramático muy sutil que abarca varias décadas y dos acontecimientos bien definidos cuyas tramas nunca se cruzan: el secuestro del abuelo y la enfermedad de la madre.
Para la adaptación literaria he apostado por una estructura en la que la fuerte subjetividad de la novela se traduzca en una fragmentación de las tramas y los tiempos, que se entremezclen e interrumpen, que tiran unos de otros como cuentas de un collar o como piezas de un puzzle. Suministrando dosis calculadas de emoción e información al espectador, la trama le arrastra por la peripecia de la protagonista.