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NOTAS DEL DIRECTOR...
En 1991, año en el que se desarrolla la acción de la película, yo tenía la edad de Verónica, iba a un colegio religioso, me encantaban los Héroes del Silencio y pasaba grandes parcelas del día con mis hermanos habitando un universo propio y hermético en el que las fronteras entre realidad y fantasía se difuminaban.
En séptimo de EGB mi amigo Carlos Paniagua compró en el quiosco un fascículo con el que regalaban una tabla ouija muy similar a la que hemos recreado para la película. Por las tardes, a la salida del colegio, en el límite entre lo lúdico y lo terrorífico, nos juntábamos varios compañeros de clase para invocar a los espíritus. Nosotros mismos, que nos encontrábamos también en el límite entre la infancia y la pubertad, sentíamos el vértigo de coquetear con lo inexplicable, temiendo y deseando al mismo tiempo creer que nos comunicábamos con los espíritus.
Esa es la sensación que he intentado recrear con VERÓNICA: la excitación al notar que el vaso se mueve bajo tu dedo propulsado quizás por una entidad sobrenatural. Verónica somos nosotros, parapetados tras nuestros auriculares, recorriendo las calles de ladrillo rojo de un barrio del extrarradio de cualquier ciudad española.
Los miedos que habitan la pantalla funcionan como motores de la trama, pero al mismo tiempo como metáforas con las que hablar del propio miedo de Verónica a crecer, abandonar el refugio de la infancia, y asumir responsabilidades adultas. Verónica es una mano tendida al espectador para sumergirse en el escalofrío, invitándole a que sienta ese hormigueo sospechando que alguien está moviendo el vaso pero sin dejar de pensar que quizás, el vaso se está moviendo solo.
No puedo ocultar la influencia de “Cría Cuervos” en esta película. Su combinación de realismo mágico con el morboso universo infantil me han inspirado desde el principio a la hora de abordar esta historia. Poder contar con Ana Torrent ha sido un regalo inmenso, y me ha gustado llamarla Ana, como en la obra maestra de Saura, jugueteando íntimamente con la idea que se trata del mismo personaje años más tarde. No sólo la sombra de Saura planea sobre la película, también la de Bécquer, Erice o Chicho Ibáñez Serrador, representantes de una aproximación al género desde lo local que para mí es la forma más interesante de tratarlo, contextualizándolo en un tiempo y lugar concretos, en este caso la España pre-Olímpica de mi adolescencia, que es la adolescencia de Verónica, encarnada por Sandra Escacena.
Cuando empezamos el proceso de casting, nos planteamos que teníamos seis meses para buscar a Verónica, pero el primer día de casting, mientras estaba a las once de la noche leyendo, recibí una llamada de Arantza Vélez, la directora de casting. Al otro lado de la línea, nerviosa, me decía: “sé que faltan muchos meses y que vamos a ver muchísimas niñas (al final vio cerca de 800 candidatas), pero estoy muy nerviosa, he visto una niña que tiene algo increíble”. Al día siguiente vi la prueba de Sandra y sentí lo mismo que Arantza.
Hicimos juntos un sinnúmero de pruebas a lo largo de los meses, pero cada vez se afianzaba nuestra percepción inicial: Sandra debía ser el rostro y el corazón de nuestra Verónica.
La veracidad del núcleo familiar era para mí parte fundamental de la película, por lo que nos enzarzamos en un largo proceso también para encontrar a nuestras mellizas, Claudia Placer y Bruna González, y al pequeño Iván Chavero. Ahora, cuando les veo juntos, tengo la sensación de estar viendo a una auténtica familia, con sus dinámicas internas y cuya cotidianidad podemos contemplar más allá de la trama. Una familia sometida al azote de una amenaza sobrenatural aterradora, desatada de forma inconsciente por una niña inocente que tendrá que enfrentarse a las consecuencias y pagar un precio por ello.