En realidad, toda obra de un gran autor realizada en su madurez es una reflexión sobre la totalidad de su obra anterior.
En realidad, toda obra de un gran autor realizada en su madurez es una reflexión sobre la totalidad de su obra anterior. Es como una mirada hacia atrás que terminará ampliada con un movimiento panorámico encuadrando el futuro. Este es el caso de Hitchcock en “Manie la ladrona”. Al mirar hacia adelante después de haber mirado hacia atrás se abren nuevas puertas, se conquistan terrenos nuevos y se avanza un poco más en la precisión de ese misterio que es una obra artística.
La obra de arte es siempre el resultado del ejercicio de una venganza sobre la inutilidad de la vida. Crear es vengarse de la corrupción temporal a que está sometida la realidad. Un autor no es otra cosa que esa voluntad de venganza frente al carácter fugitivo de la existencia, es la voluntad apasionada de afirmación de sí mismo por medio de una obra, y esto sólo es posible cuando se ha procurado con todo rigor desproveerse de sí mismo de tal forma que quede integrado en una armonía condensada del universo tal y como él lo ve, convertido en objeto, es decir, en obra, una vez aniquilado el universo exterior (vaciado primero por esa voluntad de venganza) y transpuesto para siempre en una visión coherente, lúcida y totalmente aparencial. La obra de un autor es la apariencia que recubre el universo cuando su visión ha quedado expresada.
En la historia de todo arte se produce pocas veces esta aniquilación voluntariosa, testaruda, del universo fugitivo, reemplazándolo por una visión más unitaria y completamente necesaria. Alcanzar esta altura de visión exige tales dotes de simplificación, un empeño tal, que sólo un puñado de artistas lo consiguen a lo largo de toda su historia. Pues se trata a la vez de aniquilarse a sí mismo en el cumplimiento de esa venganza.
El artista es un suicida metafísico: aprieta el gatillo cada vez que se pone a suplantar el universo en que vive por el universo que ve y siente. Todo acto verdaderamente creador es un suicidio: el ataúd del artista es la forma artística…
Las obras maestras (las que pueden encarar el advenimiento del tiempo sin temor a ser corroídas por su paso) son cementerios en los que están enterrados sus autores en los diversos momentos de su existencia.
Si, como diría Ortega, no hay posibilidad de creación de cultura sin que surja de una situación de naufragio, no existe tampoco arte sin ese deseo humanísimo de artista de suicidarse, enterrándose en su obra., Y en la historia del cine sólo encuentro dos artistas en los cuales este deseo se haya realizado hasta sus últimas consecuencias, alcanzando a la vez cumbres tan altas y simas tan profundas: Alfred Hitchcock y Howard Hawks.
Y, como es natural, el suicidio de estos dos grandes autores nos ofrece a nosotros, cineastas, las dos reflexiones más intensas que se hayan dado nunca del cine. Hitchcock y Hawks han llegado más lejos que los demás en esta voluntad de separarse del universo para entregarnos su “visión”. El ser mismo del cine se ha filtrado a través de sus estilos. Es normal, el estilo es la suma de esta voluntad de llegar a dar la visión propia del universo y la reflexión del arte que se utiliza. Al suicidarse en su propia obra, un artista incide necesariamente en el ser en si del arte que ha elegido como mecanismo de su suicidio del mundo. Gracias a la voluntad de suicidio de Hitchcock y de Hawks la humanidad se ha enriquecido con dos visiones de primera mano del universo y con dos etilos en lo que palpita la esencia del cine.
Y resulta que ambas visiones y ambos estilos son opuestos y diferentes. Para llegar a dar esta visión aniquiladora del universo y suicida del artista es necesario, con una necesidad urgente y luciferina, apurar, reflexionar y dominar la forma artística hasta sus últimos pliegues y repliegues, de ahí que la obra de Hitchcock sea una reflexión riquísima sobre el cine.
Esta reflexión cinematográfica es una pieza de la pistola que ha ido utilizando Hitchcock para vengarse del universo, haciéndole justicia con el suyo propio. También su misterio (el misterio de su obra, su magia) procede de lo mismo.
Ese soplo misterioso que nos azota el rostro y ruega nuestra sangre está basado en la voluntad de muerte del autor, la necesidad de bajar a los infiernos de su personalidad y la necesidad de subir a los cielos de su arte.
Esta claridad inmensa y cegadora de puertas que se abren sobre lo desconocido, de ventanas que se cierran sobre un ser humano que se ha aniquilado para ser en verdad él mismo (realizado en su muerte artística), es la aportación que nos hace a todos.
Hitchcock nos ha enriquecido con su obra, nos ha permitido ver el mundo con los ojos de otro, nos ha liberado, por tanto de esta cárcel tremenda del yo para entregarnos en algunos momentos felices la visión que él se había formado del universo: universo lleno de corrientes misteriosas, de sombras. Llegar a expresar este misterio latente en que vivimos sumergidos, sólo algunos lo consiguen.
Textos escritos por MIGUEL RUBIO en 1964
