En un artículo anterior se iniciaba una serie de consideraciones sobre las ventajas de un cine planteado sin egoísmo...

    En un artículo anterior se iniciaba una serie de consideraciones sobre las ventajas de un cine planteado sin egoísmo, un cine basado en la generosidad y la entrega. El premio a sus virtudes y consecuente lucidez, el realizador – en aquel caso Henry Hathaway- obtenía una merecida obra maestra. Con las presentes notas me propongo llegar un poco más al fondo de la cuestión, además de generalizarla para que se la pueda aplicar a casos menos especialísimos. Sintetizando, los aspectos que deseo exponer son dos:

1.- La relación que obra entre el planteamiento e intenciones comerciales, por un lado, y los resultados, por otro, no es meramente una relación mérito-recompensa (o directamente deducible de ésta). Es una consecuencia más lógica y natural de lo que puede suponerse. No hay que admirarse por ello.

2.- Algunos resultados -en segundo grado- ponen de relieve las sorprendentes ventajas que en los terrenos del rigor y la validez realista tienen estas películas comerciales, de intenciones muy poco rigurosas y realísticamente válidas, sobre aquellas en que estas cuestiones son planteadas directamente.

  El ejemplo clásico, expuesto por José Luis Guarner en un coloquio sobre la revisión del cine americano, según el cual “El pistolero de Cheyenne” no se reduce sólo a una filigrana de formas bellas, sino que, sobre todo, es una de las dos o tres, o cuatro películas válidas -que no creo que sean más- sobre los actores y la vida de teatro, siendo un ejemplo que aquí no sirve por expresar un fenómeno híbrido. Puesto que, indudablemente, al tiempo que hacía una película que de arriba abajo era Hollywood, comercial, starsystem, etc,,, Cukor se planteó de lleno esa mencionada validez.

  Hace pocos meses, y milagrosamente, un cine de reestreno proyectó “El hijo pródigo” de Richard Thorpe. Pues bien, una película absolutamente idolatrada como ésta – dedicada a la plena glorificación de Lana Turner en el olimpo de unos laberínticos decorados Metro Goldwyn Mayer, con unos trajes y unas ceremonias que colaboraban a dar una sensación física de localización en algún lejano, aunque concreto, lugar del universo o de las profundidades de la Tierra-, esta película que de la conocida parábola aprovechaba únicamente su dimensión retórica, reencontraba el espíritu bíblico y evangélico con una intensidad desconocida en el cine europeo religioso consciente. Es el terreno de fenómenos que me interesa retratar.

  Parecida observación había hecho Henri Agel ante “Promesa rota”, de Irving Rapper; “Sin duda, el conjunto (puesta en escena, interpretación, color, música) peca de cierta blandura, es precisamente por esto por lo que sitúo “Promesa rota” en el género novelesco, de no ser así, el film sería un poema espiritual.
  Lo que me choca es que la espiritualidad mariana que brilla en esta leyenda no resulta traicionada en su esencia, habiendo sido atemperada, suavizada y reducida a las dimensiones de un keepsake, la aventura de la joven novicia perdida conserva un cierto peso, cuando menos una cierta decencia, que sin duda no hubieran quedado a salvo, hasta ese grado, en una película europea del mismo nivel.
  Si esta fidelidad se consigue en un terreno tan lleno de dificultades como puede ser el cine explícitamente religioso y cristiano, no hace falta poner ejemplos de éxitos en otros campos más, de todos los días, comedia sentimental, testimonio social, tragedia. Todavía más ¿hasta que punto son válidos los “poemas espirituales” a que Agel se refiere? ¿no será quizá, necesario hacer cine descaradamente novelesco para lograr un auténtico cine espiritual o religioso? (o de testimonio social, etc.). A mi juicio, en cierto modo, sí.

  Mostrar la raíz de este fenómeno y determinarlo más allá del nivel de las puras sensaciones personales forma al propósito segundo de este artículo. Insisto en que la referencia al cine religioso es sólo un ejemplo, interesante por su especial dificultad.

  El concepto de “mito” lleva a varias acepciones que, incluso, llegan a contradecirse.
Nada hay, en principio, más rechazable que la mitificación. Negación del adecuado uso de la inteligencia -en resumen, negación de la facultad de lucidez que el hombre posee-, la mitificación consiste en exaltar lo superficial brillante, apoyándolo con el peso que debiera corresponder a un conocimiento más intenso y total. La mitificación es un acto egoísta, ya que su esencial razón de ser es una afirmación del yo del mitificador sobre las cosas (por el contrario, esforzarse en conocerlas lúcidamente supone humillarse al servicio de ellas), en cuanto el mitifiador queda en situación de atribuirse, a si mismo, las grandiosidades que ve en lo que está en trance de mitificar.
  Es lógica, pues, la aplicación despectiva de la palabra “mito” a aquellas creencias o instituciones a las que se considera desprovistas del gran fundamento que aparentan tener: por ejemplo, sucede que alguien dice algo brillante de una cosa superficialmente también brillante y el atractivo de este dicho hace generalizarlo, resultando – voluntaria o involuntariamente- un engaño colectivo.
  (La palabra “mito” ha derivado de un significado original para pasar a ser el sinónimo elegante de “trola” o “bulo”). Procede, pues, sacar a la colectividad de este engaño, y de ahí el prestigio que ha adquirido la palabra “desmitificación” entre todo intelectual que se estime. Hasta tal punto que, por desgracia, de significar lucidez y esfuerzo riguroso, se ha convertido ella misma en un mito que los intelectuales airean con frivolidad y bastante sadismo. La desmitificación o lucidez activa debe ser vista en los resultados, no en las intenciones.

  Pero una vez instituido -engaño o necesidad natural-, habiendo ya adquirido una entidad propia que le autoriza a vivir y a desarrollarse con absoluto olvido de la inconsistencia de la operación mitificadora que le dio origen, se alcanza un estado en que el mito se convierte en una materia prima de trabajo con importancia nada despreciable. Su cultivo -que incluye experimentos diversos, transformaciones, gigantescas operaciones financieras-.- merece ser llevado con todo cuidado y tiene poco que ver con una mifificación al uso. Respaldados por una rica tradición de reflexiones y estudios prácticos, desarrollados en línea ininterrumpida durante un número de años que es ya muy considerable, los expertos norteamericanos han hecho de la mitificación una ciencia depurada en la que se trabaja con seriedad profesional – al lado de estos grandes productores, sus colegas europeos padecen de la desventaja de todo amateurismo-. Esta es, ni más ni menos, la fábrica de sueños.
No me ocupo aquí de las implicaciones psicológicas fundamentales de la cuestión-mecanismo por el que el espectador incorpora lo que ve en la pantalla a su universo de ilusiones y experiencias personales, con ser de gran importancia; ni de las implicaciones éticas -señalaré, de paso, que los que parecen deleitarse en condenar al cine como culpable de grandes daños a la sociedad enfocan el problema olvidando no pocos de sus datos-. Ni de las particularidades de la mencionada ciencia, en sí misma.
  Trato únicamente, de la seguridad y consciencia que pueden poner en su trabajo los hombres de cine cuya mayoría, es un conjunto de mitos, con ello, probar un poco de indagar en el porqué de la superioridad del cine americano sobre el europeo.

Texto escrito en 1965 por JOSÉ MARÍA PALA