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CRITICA
Por: PACO CASADO
La idea del doble de un personaje importante usada con secretas intenciones se vio mucho en la literatura y también en el cine.
Esa es la base de esta novela de Simon Leys, La muerte de Napoleón que se atreve a llevar a la pantalla el realizador televisivo británico Alan Taylor cuando la filmografía acerca del personaje del Gran Corso es tan extensa que casi podría crear su propio capítulo en la historia del cine.
Parte de que el verdadero emperador, desterrado en Santa Elena, es sustituido por un doble mientras que el auténtico huye en un barco camuflado bajo identidad de Eugene Lenormand, con la apariencia de un marinero ayudante de cocina, con la intención de, una vez en París, volver a tomar el mando del imperio.
El barco se desvía y el impostor acomodado en su imperial destierro, se niega a desvelar la verdad y hasta escribe unas memorias que son un éxito editorial.
Entretanto Napoleón se enamora de la atractiva Pumptkin, viuda de un teniente de su ejército que, si bien le desprecia por los muchos muertos que han causado sus ambiciones imperiales, entre ellos su marido, termina queriéndole y él acomodándose a la sencilla vida burguesa y a comprender que, a veces, no merece la pena conquistar un imperio.
La película posee una estupenda fotografía, notable ambientación de la época en vestuarios y decorados, bella música, de Rachel Portman, aunque nos suena a La fuerza del cariño en algunos compases, y un excelente trabajo del veterano Sir Ian Holm, que no es la primera vez que encarna la imperial figura, tanto en broma como en serio, junto a la encantadora y maravillosa actriz Iben Hjejle (Alta fidelidad), toda dulzura y expresividad.
En cuanto a la dirección es tan correcta que a veces le falta brío, coraje, empuje, para animar un poco la función, lo que no quita que logre una comedia digna.
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