Hay un hombre malo -méchant- dañino involuntario, destructor a su pesar y a destruir por su esencia gratuitamente demoledora.
Hay un hombre malo -méchant- dañino involuntario, destructor a su pesar y a destruir por su esencia gratuitamente demoledora. Godard en “Vivre sa vie”, lo localiza en el personaje, de espaldas en un principio, que interpreta André Labarthe. La disección del hombre, de la condición humana que, a través del prisma particular de la prostitución, enfoca la película, llega a identificar el hombre de Godard, con Godard, con el hombre.
“Vivre sa vie” es un canto al dolor de vernos limitados, una definición del inútil esfuerzao del artista por llegar más allá que ninguno.
Se logran los propósitos y el autor, vencedor en su empresa, autor de un gran trabajo, se encuentra al fin más solo que al principio, más aislado de todo por virtud y por culpa de encauzar sus esfuerzos hacia terrenos vírgenes, no retratados por nadie.
Godard, el solitario, el buscador honrado, a partir de este film queda prácticamente desamparado. Siguen su obra unos escasos entusiastas que le aceptan globalmente. A la vez, el escepticismo popular, la envidia soterrada habitual contra el talento que destaca, prende en Francia hacia él. Allí no se le acepta. El fenómeno se reproduce en otras tierras a medida que se van conociendo sus obras.
Pero él sigue rodando, a base de un ingenio prolífico y brutal, con los escasos medios de su debut, con el grupo menguado de personas destructoras del falso orden aceptado por todo el cine profesional.
El aspecto godardiano de la libertad creadora, exhaustiva y minuciosamente total replantea las estructuras del cine, destrozando las rígidas normas habituales, la burocracia que plantea toda la película.
La creación, basada en libertades continuas, inutiliza los procedimientos de artísticos plantes de trabajo, rotulados y floridos, que ocupan inútilmente las paredes de las productoras.
Desde ahora hacer una película y exigirle un carnet a quienes la realizan es tan grotesco y arbitrario como pedírselo a todo ciudadano que en una librería vaya a comprarse una pluma, tintero y cuartillas.
Este cine aprendido afortunadamente en la escuela de la vida, invalida las muertas escuelas cinematográficas. Si lo que se pretende es hacer cine, hay que hacerlo dejándose de rodeos innecesarios.
Mirar hacia la obra de Godard desde nuestra Gran Vía es un canto a la ridícula exhibición nacional.
El viejo, monótono, archisabido aviso de la ausencia de películas esenciales sigue en plena vigencia.
Unos exhibidores y distribuidores sin iniciativa respaldan su desidia en la censura, que en vías de sensatez, prohíbe de pronto, incomprensiblemente, “Tirez sur le pianiste”.
Escribir de Godard en estas circunstancias, sin posible contacto con un público que haya visto su obra, es un acto gratuito necesario.
“Vivre sa vie”, que circula por cineclubs ahora, en v.o. y sin subtítulos en castellano, nada se sabe de sus siete restantes largometrajes, ni de sus cortos ni de sus sketches.
En todo Godard, pero sobre todo en “Vivre sa vie”, es capital el mundo de los ruidos y silencios. Con la banda sonora nos demuestra, afligido, la impotencia casi total de toda voz humana en los momentos culminantes de la vida. El hombre emite sus sonidos guturales, sus voces, de modo desagradable e inoportuno.
Llegan palabras innecesarias en los momentos claros y verdaderos del amor. Se destruyen así los mínimos instantes de honda felicidad, difícilmente realcanzable. Se pierde sin querer la lucidez, y a pesar nuestro la oscuridad habitual retorna. El patoso ser humano, insensible ante exigencias que le sobrepasan, sensible solamente hasta un límite corto, no llega a amar lo que debiera. No completa su necesidad sentimental y cede el paso, inválido, a la tristeza y a la angustia.
Se está perdiendo el don de la oportunidad, y si se encuentra alguna vez, como Godard lo hace en la lectura de Allan Poe, el hombre, temiendo ser pesado, pregunta con corrección a la mujer que escucha: “¿Quieres que continúe?”. La propia voz del autor avanza entonces y nos comunica la locura del genio que pintaba a la amada, nos predice el final de si mismo algún día y termina destrozando al modelo al hacernos saber que una vez concluida la creación perfecta ella -el modelo y la amada- había muerto. Godard, vacío tras su desgarradora confesión, no puede hablarnos más. Es impúdico romper el silencio grave y exacto. No puede hacer hablar a sus dos personajes ya acude a los subtítulos con tal de seguir fiel al respeto a sí mismo.
El anticonformismo de Godard, absoluto, rotundo, fabuloso, le lleva a propagar una tristeza personal impresionante.
La obra de Godard gusta o no gusta, pero de gustar ha de serlo globalmente.
Los que afirmen lo contrario demuestran no haber llegado hasta el temblor de su alma que nos entrega desnuda y hermosa en cada fotograma. Es obra sobre el miedo, sobre el vértigo ante el vacío. Hoy las preguntas que se hace el autor son todavía más importantes que sus respuestas.
No hablo de soluciones, porque Godard, como los grandes, no va a tenerlas nunca. Es el síntoma ante una madurez creciente y reposada que llega con los días idos, fructificados. Godard limita la envergadura de su mirada cambiante cada vez que va a decirnos cosas. Su múltiple mirar se va clarificando por el uso de ver, por su propia experiencia. La inquietud, el desasosiego le llevan a una irritante inestabilidad. Esto le obliga a realizar en el instante mismo en que se le ocurren las ideas. Tardar puede esterilizarle. No ha escrito nada que no vaya a hacerse de inmediato.
Textos escritos por GONZALO S. DE ERICE en 1964