Como en el caso de las grandes obras expresionistas, que son un escape de la realidad...
Como en el caso de las grandes obras expresionistas, que son un escape de la realidad circundante partiendo de la sugestión del decorado en sus múltiples resortes – por el decorado mismo o por las luces, cambios y deformaciones – en forma de objetivización del subconsciente, la obra de Josef von Stemberg, generador de una amplia y poco conciliadora polémica respecto a su verdadera posición en la historia del cine, se nos ofrece como una de las más claras muestras de una lucha más antigua que el arte: la evasión y el realismo, la luz y las tinieblas.
Entre actitudes altamente despreciativas, tal Sadoul, que no sabe ver en Sternberg más que un creador pasado, devorado por el esteticismo o los entusiasmos, tan delirantes como la obra misma, de uno de sus exégetas máximos, Curtis Harrington, la personalidad sternbergniana se ha difuminado para ser desplazada por su propia obra.
La valoración y el deleite total de la misma es únicamente posible a partir de una cierta lucidez de criterio, enfrentando todo film de Sternberg como un fenómeno artístico más que el resultado de una actitud cultural o comprometida. Una obra egocéntrica, destinada al culto de determinadas obsesiones observadas no con la lucidez del introspector, sino cultivadas, mitificadas, con la complacencia del masoquista.
Exhibicionista exquisito a merced de sus propios tumores, Stenberg se muestra amoroso con ellos hasta el punto de darles una estética; desechando la serenidad de un Petronio que asiste sonriente a la descomposición que le rodea, Sternberg bucea en las ciénagas de su condición humana para sacar al sol el abismal universo de sus frustraciones, servido de sus “abstranctions cinematographiques”, en las que decorados, actores, fotografía, construcción rítmica, contribuyen a arrancarle a la realidad una figura abstracta que consigue, en sus aciertos mejores, el nacimiento de un universo particular, insólito, lejano, imaginario, un mundo típicamente sternbergniano que se dirige directamente a los sentidos.
La verdadera esencia del cine de Sternberg es la de la fascinación en todos sus sentidos. Del creador; del receptor. Fascinación del artista enamorado de su angustia creadora y condensándola en el halo onírico de sus barroquismos; es decir, esta lucha perpetua de los tonos auditivos o luminotécnicos que como hizo notar Javier Sagastizábal provoca imágenes sin dilatación del espacio, sino contracción, responde a una cuestión totalmente dialéctica, pero al mismo tiempo es la encerrona del masoquismo ahogado bajo su propio peso.
Atormentado por el halo de su personalidad creadora, Sternberg ha edificado un universo de asfixia suntuosa en el cual se mueven personajes perpetuantemente abocados a la frustración y al desorden.
Sólo a través del amor, purificando su universo desenfreando, algunos personajes sternbergnianos conseguirán la transición hacia un orden que ninguna de sus películas llega a mostrar del todo.
El amor de Feathers y Rolls Royce en “La ley del hampa”, la actitud de entrega absoluta de Marlene en “Marruecos”, añadiéndose al grupo de soldaderas para seguir al hombre que ama o de la misma Marlene traicionando todos sus principios de “mujer fatal” clásica en “Fatalidad”, traicionando por amor y siendo ejecutada después, equivalen a una actitud zen por la que personajes que parecían existir sólo físicamente se sublimizan en un instante… hacia la purificación más completa, únicamente intuida en un sentido material.
La muerte o el descubrimiento de los otros se queda en la única salida posible, y por ella el universo sternbergniano alcanza aquella purificación a que aspirara el Dante. Y posiblemente no exista en toda la cinematografía mundial un cineasta cuyas imágenes se entronquen tan fielmente con el universo tenebroso y resplandeciente del poeta fiorentino.
También en Stenberg el descubrimiento de los sentimientos parece venir acompañado de aquella queja: cuando m’apparve Amor súbitamente / cui essenza membrar mi da orrore.
Tal es la fuerza de sus contradicciones básicas.
Texto escrito en 1965 por RAMÓN MOIX