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Recordando... LA EVOLUCIÓN HACIA LA ROSA DE JOHN FORD
Hay un momento, generalmente mal considerado, en la obra de Ford y que yo considero el punto crucial de su evolución, las primeras pistas con...

   
   

    Hay un momento, generalmente mal considerado, en la obra de Ford y que yo considero el punto crucial de su evolución, las primeras pistas con que podemos acercarnos a una estilística propia que, de hecho, y a pesar de cuanto se diga en todas las historias, empieza a partir de los últimos años cuarenta; es decir, el instante a partir del cual empieza a hacérsenos válido con su estilo definitivo, o sea la pureza de “La patrulla perdida” (1934), retomada, en sus distintas variaciones plásticas, con “Mu Darling Clementine” en 1947, y desarrollada plenamente desde “Río grande” (1950) hasta “El gran combate” (1964), pasando por una de las dos o tres obras maestras del gran estilo fordiano: “Centauros del desierto”, que representa uno de los momentos cumbres de la depuración del autor.
  Pero me importa destacar parcialmente que este momento es una sucesión de instantes enlazados de forma tan magistral, dirigidos tan fervorosamente al sentimiento y a la emoción, que deviene una de las purezas más absolutas que recuerdo en cine; tomando el concepto de puro en el sentido de una expresión no contaminada, a través de sus avatares, por ninguno de los demás medios expresivos de que se vale el artista para lanzar su mensaje.
  Por que Ford es esencialmente un cineasta y cuenta sus historias de una forma que no admite la menor reversibilidad. Un film de Ford existe sólo en cuanto a cine, es cine porque no podía ser otra cosa. Y paradójicamente, Ford no es un autor al que el cine deba nada, al menos en el sentido de su avance estético. Es Ford quien se lo debe todo al cine. Cabe pensar que Ingmar Bergman pudo haberse dedicado a la literatura o la metafísica e incluso al vodevil, o que Minelli podría haberse consolado decorando mansiones bostonianas o que Visconti y Eisenstein pudieron haber hecho gigantescas puestas en escena teatrales al estilo “d’anunziano”. Pero Ford pertenece al grupo de cineastas -Chaplin, Hawks, Rosellini- cuyo mensaje no hubiese sido posible en ninguna otra forma de arte. Porque Ford es el cine y sin el cine no existe Ford. To lo más, existiría un granjero feliz que cultivaría hortalizas al otro lado de las Montañas Rocosas. Pero ya no es tan probable.
  En cualquier caso, Ford ha sufrido notables avatares críticos que a uno le encienden la sangre con sólo pensar que incluso ahora puedan tener validez. Cuando todos los historiadores tienen las agallas de proclamar que “El delator” o “Las uvas de l aira” son las obras maestras de Ford, uno no sabe a qué atenerse.
  También están las poderosas diatribas de Truffaut, evidentemente, que tiene la certeza de ponerlas en su verdadero lugar de enojosas piezas de museos para algún museo que nunca ha de existir. En todo caso Truffaut la emprende contra otras obras notables, tal la grandiosa “Qué verde era mi valle” (1941), que con su ingenuidad, sus salidas de tono y sus pecadillos esteticistas vale por todo le cine americano de la época, incluido el gran Hawks. Representa en primer lugar, el más seguro paso de ruptura entre la viciada beatería de la etapa expresionista y la liberación que, seis años después, llegaría con “My Darling Clementine”.
  Cuando Ford aparta su cámara de las ciénagas expresionistas en que se había sumido a partir de “El delator”, que con liberaciones casuales en “Las uvas de la ira” y más prometedoras en “La diligencia”, anterior a ella y todavía bastante comprometida con el esteticismo que la precede es para volver a encontrar un tema muy querido y unas coordenadas estéticas infinitamente más válidas. En “Qué verde era mi valle” (1941) se retroceden seis años, pero no cabe duda de que se avanzan casi veinte y, estableciendo relaciones muy amistosas con “La patrulla perdida” se consiguen esperanzadoras ataduras con “El último combate”.
  De 1941 a 1964 Ford volvería a cometer más de un error, pero lo importante es que tendía una línea muy uniforme que no sólo atraviesa su obra sino que la contiene. No hay nada en toda la filmación fordiana desde “Qué verde era mi valle” a “El último combate” que no pertenezca a estas dos películas y a la vez las contenga en mayor o menor media. Cuando hace dos años se habló de “Liberty Balance” como un testamento de Ford, se omitió sin duda, la posibilidad de que este testamento no estuviese del todo acabado.
  Actualmente puede hablarse de una obra ya completa, y su Ford vuelve a ponerse ante las cámaras habrá de ser para darnos una nueva “Qué verde era mi valle”, reivindicación de un error estético, tal vez la de ella misma, el principio de una nueva etapa que ciertas buenas cosas de “Las uvas de la ira” desligaban favorablemente de la anterior, y el próximo gran film que Ford haga tendrá que ser una obra que veremos enlazarse constantemente a partir de ella misma y hacía lo infinito con un determinismo nervioso casi hitchcokiano.
  En algún momento de esta probable etapa reencontraremos, con una inconfundible mezcla de emoción y hastío, la inevitabilidad de las espesas espirales borgianas. Como en el cuento de “El inmortal”, habrá que llegar este instante en que, semejante al Homero en su recuerdo de Argos, John Ford evocará una sombra cualquiera de sus películas no con la precisión del recuerdo único, sino en la vaguedad constantemente remitida a ella, y a él, misma o n, de sus existencias multiplicadas. Es decir, como en el travelling sobre y en seda de Yang-kweiFei, como el espectral flash-back de Debbie Reynolds contemplando su vida sobre la cama dorada de “Molly Brown”, como en mil instantes más de irreversibilidades santificadas – Joan Fontaine y su vestido túnica en “Una cierta sonrisa”, la espalda de Jean Moreau en “Les amants”.

Texto escrito en 1965 por RAMÓN MOIX

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