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CRITICA
Por: PACO CASADO
Cuarto capítulo de esta serie de aventuras, mezcla de acción y ciencia ficción, que comenzó Russell Mulcahy en 1986, y continuó en 1991, que tiene como protagonista al noble Connor MacLeod, perteneciente a una raza de hombres inmortales, que harto de este privilegio se retira a un monasterio a donde le busca su mayor enemigo para matarle y ser el último de su estirpe.
Los films de Mulcahy dieron lugar a esta ya larga e innecesaria secuela, que continuó Andrew Morahan, que ha ido perdiendo la poca calidad que tenía y el aliciente de la presencia de Sean Connery de las dos primeras, e incluso originó una serie de televisión.
Los inmortales Connor y Duncan MacLeod deben unir sus fuerzas contra Kell, un malvado inmortal que se ha vuelto demasiado fuerte para que cualquiera pueda enfrentarse a él en solitario.
Uno de los alicientes de este cuarto episodio está en unir a los dos protagonistas, el de las películas, Christopher Lambert, y el de la serie, Adrian Paul, que figura como su hermano, y que ha tomado en cierto modo el protagonismo, esperemos que por una sola vez, ya que como dice el título sea el juego final.
Pocas veces hemos visto en cine un guion más farragoso y confuso en el uso constante de los flash backs, que igual sitúan la acción en el Nueva York actual, que en la Escocia del siglo XIV o en la Roma del siglo XVII, con una serie de acrobacias gratuitas y sin el más mínimo sentido.
Douglas Aarniokoski debuta en la dirección logrando el peor capítulo de esta absurda y cada vez más devaluada saga, más atenta a las luchas y efectos especiales que a los actores.
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