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CRITICA
Por: PACO CASADO
Charles Chaplin se resistió al cine sonoro en su momento y en Luces de la ciudad (1931) lo parodió, pero terminó por rendirse a su evidencia.
Charlot tuvo que desaparecer ante el cine sonoro y entonces apareció Charles Chaplin, el actor y el hombre que estaba detrás de la cámara en Monsieur Verdoux (1947) y más tarde en Candilejas (1952).
Esta última parecía ser el final de un mito y de un genio que había eclipsado con su personalidad a muchos autores de su tiempo y de su misma altura como Buster Keaton y Harold Lloyd.
Cuando en el final de su película Candilejas (1952), Charlot y Buster Keaton saludaban desde un escenario, correspondiendo a los aplausos del público, tuvimos conciencia de que se terminaba una época, toda una hermosa etapa del cine cómico basada en la extraordinaria tradición del music-hall y de la pantomima.
Posteriormente Chaplin volvió al cine con Un rey en Nueva York (1957) donde filosofaba sobre la vejez, el destierro y el paso del tiempo, pero su obra no acabó de gustar.
Todos echaron de menos al hombrecillo del sombrero hongo que había muerto en fugaces apariciones en Candilejas (1952).
Al cabo de los años vuelve Charles Chaplin y lo hace con la cara a cubierto a dirigir por última vez, escudado en la fama de actores de nuestro tiempo como Marlon Brando y Sofía Loren, que fueron los protagonistas de su primer film en technicolor.
Sobre Chaplin pesa una gran carga, el recuerdo de sus grandes éxitos, y su indudable calificación como genio del cine, por eso lo que en otros autores de menor categoría puede convencernos, en él no nos satisface, ya que se le exige más y mejor porque todos creen que puede darlo, aunque los años no pasan en balde.
Si en el umbral de cumplir los 80 años un escritor pueda hacer su obra maestra, un cineasta posiblemente no, ya que el cine exige demasiado esfuerzo físico que un anciano no posee cuando se tiene ya esa edad.
El cine es un arte joven que evoluciona con los años a una mayor rapidez ya que en un lustro evoluciona lo que otras artes tardan cincuenta años, por lo que hay que estar al día y no estancarse en moldes que están ya gastados.
Aquí nos cuenta la historia que sucede en Hong Kong donde Ogden Mears viajando en un transatlántico a punto de ser nombrado embajador de Arabia Saudita y de divorciarse de su esposa Martha de regreso a Estados Unidos se encuentra escondida en su camarote a Natascha, una condesa rusa, una refugiada y sin pasaporte.
Charles Chaplin, testarudo, siguió con las técnicas de su época en 'La condesa de Hong Kong' (1966) y se quedó ciertamente a mitad de camino, aceptando a dos actores consagrados, utilizando el color, y sin embargo haciendo un cine de los años cuarenta, tanto en su concepción como en su estructura y en su temática.
Sin embargo no podemos silenciar que Chaplin es uno de los grandes creadores del cine, un autor dotado de una personalidad extraordinario.
No obstante no se le puede negar, a pesar de todo, su indudable conocimiento del ser humano que conserva aquí con unas constantes determinadas e inmutables.
Quien recuerde a Charlot, el eterno nómadas sin raíces, encarnación del burgués aferrándose desesperadamente a sus tabúes, prejuicios y costumbres, volverá encontrarlo en Candilejas (1952) encarnando a un actor nómada que se coloca dignamente el sombrero que ha utilizado para pedir limosna, en el rey exiliado que anuncia coñac ante las cámaras de la televisión americana y en la condesa huida de Rusia, amante de un gángster, que aún se agarra a su dignidad y costumbres de la nobleza.
Este reflejo de personajes patéticos zarandeados fuera de su tiempo, que sin embargo se acogen a lo que ellos creen más importante, es la constante última del arte de Chaplin-Charlot.
En 'La condesa de Hong Kong' (1966) lo mejor es lo que nos queda del Charles Chaplin eterno, sus escenas cómicas, de pantomima, de abrir y cerrar puertas, las del mareo y la noche de bodas y sus chispazos de genio que aún sigue conservando a pesar de su avanzada, edad siendo esta cinta la que cerraba su filmografía, aunque su guion lo escribió muchos años antes.
Aquí volvemos a reencontrarnos con un arte que creíamos perdido, el de la imagen pura, de la mímica que hace reír al público hasta la exageración y luego le hace callar con el impacto poderoso del patetismo que aparece más allá de la carcajada.
Chaplin no sabe manejar el sonoro y sus diálogos no tienen gracia, resultan excesivamente de qualité y llegan a ser pretenciosos; estructuralmente su guion deja algo que desear por su mecánica teatral y la utilización del referido para contar hechos que son esenciales.
Formalmente Charlot nunca ha sido un gran técnico del cine, aunque eso importa poco porque la obra de arte está por encima de la pura mecánica, pero en este caso la torpeza en este sentido destruye la obra de arte.
T iene una excepcional interpretación cuya gran parte del mérito corresponde a la dirección.
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