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CRITICA
Por: PACO CASADO
En plena etapa final de la gran época de la comedia norteamericana, en el canto de cisne de directores como Stanley Donen, Vincent Minnelli o Richard Quine, que ya no volvieron a recuperar su antiguo esplendor, uno de los mejores del grupo era Blake Edwards, que acometió una ambiciosa empresa con esta larga y costosa producción que recuperaba en grandes dosis el estilo del cine mudo clásico y el tono chispeante de algunos cómics de acción.
Si ustedes recuerda Desayuno con diamantes, film dirigido también por Blake Edwards se habrán dado cuenta que 'La carrera del siglo' (1965) es algo así como aquella extraordinario fiesta pero ampliada hasta ocupar no sólo el metraje normal de una película completa, sino de larga duración como ésta.
Como en aquella fiesta aquí los ingredientes son ingenio, humor, acción, ritmo, imaginación, sentido del espectáculo y un dominio absoluto de la técnica cinematográfica.
Esta última es el elemento que sirve de unión substancial de los anteriores.
Para hacer el guion el director y su guionista se basaron en una noticia real, pero llevada a cabo sacándole el lado cómico al asunto, reviviendo en algunos momentos escenas que causaron furor en los tiempos del cine mudo, caso de las peleas con tartas a la cara como un homenaje a Stan Laurel y Oliver Hardy.
Hay un dominio del propio reparto de tipo star system a la multiplicidad de situaciones y ambientes.
Edwards monta su gran número sobre la base de una carrera llena de incidentes, sobre la base igualmente de tres personajes muy conseguidos, sobre todo el del malvado profesor Fate, en uno de los mejores trabajos de Jack Lemmon en su faceta cómica.
En este cajón de sastre que supone la carrera, Edwards y su guionista meten de todo, desde escenas de hielos perpetuos hasta ataques de los indios, objetos e ingenios de todas clase, batallas cómicas o incluso una parodia de El prisionero de Zenda en los metros finales.
Blake Edwards, en lo mejor de su carrera, logra una cinta hábil, entretenida e inteligente en la que hace normal lo exótico, naturaliza todo lo snob, y convierte lo ridículo en algo con mucha clase.
Podríamos decir que ha logrado casi lo imposible, como es integrar en la vida normal y de una manera elegante, todo lo sorprendente.
Cuando observamos en un desfile de modelos esos trajes extravagantes que ninguna mujer se atreve a ponérselos, ni puede llevar, por esas notas de ridículo y snobismo que poseen, pensemos en Blake Edwards.
Él lo haría espontáneo y no nos chocaría lo más mínimo.
Mucho del cine antiguo le ha servido de inspiración en esta ocasión.
Aparentemente es muy burda la identificación de los personajes buenos con el color blanco, mientras que los malos portan los oscuros, pero luego, en ellos nos damos cuenta de que esa moral no resulta tan intransigente, sino que tiene mucho de elasticidad.
La película resulta irreprochable en cuanto a su puesta en imágenes.
Nos encanta desde la calidad fotográfica de Russell Harlan y el uso del technicolor, hasta la música de Henry Mancini, etc.
Capítulo aparte merece la extraordinaria interpretación de Jack Lemmon, hoy por hoy el actor de comedia número uno del mundo.
Su ductilidad es impresionante y sus cualidades físicas y de simpatía llegan a sorprender muy gratamente.
Oscar a los efectos de sonido. Premio de plata en el Festival de Moscú. Premio de los editores de sonido.
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