Los monstruos no mueren. A veces declinan, tiemblan, se tambalean… Pero Hollywood, su cuna, madre y caldo de cultivo, corre siempre a...
Los monstruos no mueren. A veces declinan, tiemblan, se tambalean… Pero Hollywood, su cuna, madre y caldo de cultivo, corre siempre a salvarlos con el suero maravilloso de una idea revitalizadora.
En el mundo confuso del Hollywood actual, el “gimmick” o truquito es la penicilina que prolonga la vida…, o al menos, aplaza la muerte. Bajo el signo del “gimmick”, los monstruos ensayan nuevos pasos y variantes como esas eternas “strip teasers”, que un día se desnudan con globos, mañana con abanicos y pasado con espuma rosada.
Los monstruos, como todo el mundo, tienen que apretarse el cinturón en momentos críticos. El problema de los últimos años es más económico que artístico: las grandes productoras se diluyen y el cine vive bajo el signo del sálvese quien pueda. Sin el cuidado creador de los viejos estudios, ya nadie siembra y cosecha las nuevas generaciones de actores, las figuras llegan de de la música popular, como Presley o Ann-.Margret, o de la televisión, como Dick Chamberlain y Vince Edwards, o del teatro, como todo el establo monomaniaco del Actor’s Studio.
Pero los monstruos del rock and roll, del tubo-pantalla y de, Lee Strasberg son de otro género. Son menos sagrados y más profanos. Los nuevos seres del horror ya no son productos de un plan organizativo: un monstruo en la Era Dorada funcionaba como entidad con vida propia, que se repetía en serie. Con suerte, se podía uno dedicar a la carrera del espanto por libre. La cadena se sucedía con eslabones previsibles: “El regreso del monstruo”, “El hijo del monstruo”, “La maldición del monstruo”. Una productora inteligente cuidaba a sus bestias con cariño y sólo en el abismo de la decadencia se les infligió la indignidad de ser presentados a Abbott y Costello.
Hoy por hoy, con el ocaso de los estudios monolíticos, los monstruos se han quedado a la deriva. Los productores inventan el truco, el “gimmick”, y luego construyen a su alrededor un monstruo sin personalidad e identidad, efímero apátrida de una noche. El terror no se planea, sino que, como el rayo, no cae dos veces en el mismo lugar. Una variante exitosa de un horror provoca un ciclo de imitadores que pueden robarse la idea, pero no el monstruo en sí. La ley contra el plagio es la que mata la continuidad.
Cada nueva película repite la ecuación, pero con distintas cifras. Ya no hay monstruo que nace, crece, se reproduce y entronca luego en flamante muerte y transfiguración.
Por ejemplo, “The horror of party beach”, inventa el “gimmick” de introducir un lagarto libidinoso en el film de surfing y adolescentes playeros. La película funciona en la taquilla y atrás llega “Pajama party in a haunted house”. Inmediatamente un productor inscribe el titulo “Beast of Malibu”. Y cuando el inventor del “gimmick” esté listo a repetir la fórmula, se encuentra ya que los plagiadores le han dejado al dragón descamado. El género se devora a sí mismo, en un canibalismo poco nutritivo.
Los “gimmick” en desesperada repetición, han llegado a producir la falsa impresión de ciclos. Pero, en realidad, la más fácil manera de clasificar el espanto fílmico en la posguerra consiste en marcar las diferentes tendencias que lo agitaron por un tiempo. A la constante del horror se han agregado distintos elementos para alterar la fórmula. Sexo, ciencia, terror atómico… cualquier antibiótico es válido para salvar a un monstruo en peligro.
Los monstruos del pasado eran castos y puros. La pasión de King Kong por Fay Wray, de puro a imposible se volvió platónica. La relación de “Nosferatu” con sus víctimas es, a lo sumo, metafísica. Y sólo las mentes más desquiciadas ven un lolitismo incipiente en la escena de Karloff y la niña al final de “Frankenstein”.
Pero, como bien dijo Blanche du Bois, en uno de sus arrebatos histéricos: “La muerte… lo opuesto es el deseo. ¿Cómo te extraña?. ¿Cómo es posible que te extrañe? A nadie le extraña, es verdad que el film de horror sumara dos y dos para bailar la semejanza ente el escalofrío de miedo y el temblor erótico. Bastó volver la moneda para el revés para encontrar que, en la taquilla, era de curso legal. A “gimmick” is born.
El admirable “Drácula” de Terence Fischer es la obra típica del género. El conde transilvano va de alcoba en alcoba, propagando un vampirismo casi venéreo en sus prosélitas. “Las novias de Drácula” sigue la tradición, complicándola con cimientos deliciosamente edipeanos. La madre del vampiro (gloriosamente interpretada por Martita Hunt) se dedica a reclutar víctimas para su hijo. El film es un melodrama de amor material en que el artificio de mamá llega hasta el límite sobrenatural. Martita, con colmillos aterradores, es como una Sara García elevada a la demencia, como una Mrs. Alving trocada en proveedora de sexo y hematíes.
Roger Corman, el mejor autor de films horrores de la época, es el único que acepa el reo de Fisher para solidificar el espanto sexy en estilo consistente. La paternidad de su ciclo más popular se atribuye a Edgar Allan Poe, pero los films son obviamente fruto de relaciones ocultas e ilícitas con el marqués de Sade.
Texto escrito en 1965 por RENE JORDAN