No cabe duda de que por “fas o nefas” la exhibición cinematográfica ha encontrado en la...
No cabe duda de que por “fas o nefas” la exhibición cinematográfica ha encontrado en la órbita de la renovación de la cinematografía nacional.
Hasta ahora, al menos de cara a la opinión pública, era el único escalón al que los vaivenes legislativos y críticos respetaban sistemáticamente.
Mientras se debatían cuestiones – altas o bajas-, de censura, la exhibición permanecía al pairo limitándose a vigilar el cumplimiento de lo que se ordenaba en los cartones de la Junta. Cambiaban las normas, los hombres que la aplicaban, la gradación de las mismas…, sin que la Exhibición saliera a la palestra. El resto de las actividades cinematográficas subían o bajaban, participaban en el debate y palpaban las consecuencias.
Mientras los sistemas de protección levantaban gritos, ora de júbilo, ora de cólera, en la rama productora y por ende en la artística, la Exhibición estaba a la expectativa. Tan a la expectativa, que la parte proteccionista que le tocaba -la cuota de pantalla- lo cumplía como algo ajeno, acumulando los films españoles en las fechas veraniegas en las que el perjuicio para sus intereses era menor.
Mientras producción y distribución tenían sus más y sus menos para costear las producciones nacionales, los exhibidores permanecían al margen.
Mientras las distribuidoras y las productoras hacían equilibrios en la cuerda floja de las letras de cambio, la Exhibición cerraba teatros para instalarse, engordaba sus cadenas monopolísticas con nuevas salas y rendía buenísimos dividendos.
Mientras las distribuidoras cargaban con la totalidad o mayor parte, de la publicidad de los productos adquiridos, las salas de exhibición veían satisfechas cómo se engalanaban sus fachadas con vistosos y a veces artísticos paneles.
Mientras que las demás ramas de la industria arriesgaban algo, o bastante, o mucho, cualquier ensayo de exhibición -como las versiones originales, o la revisión de films a punto de caducar- que no rindiera beneficios al primer golpe, era segado inmediatamente, sin ni siquiera superar el lógico período de difusión, dando así patente de la poca costumbre a lo arriesgado, al negocio.
La exhibición iba sobre seguro.
Mas hete aquí que la costumbre de hacer mangas de capirotes se convirtió o la convirtieron en ley.
Naturalmente, que las presentes líneas no son una acusación mal intencionada, sino la traducción de lo que se ve de puertas para afuera. Y también se ve que desde 1956 los precios estaban congelados, al menos en su mayor parte. También se ven los nefastos lotes que los exhibidores modestos tenían que tragar por las bravas si querían seguir suministrándose de determinadas firmas. También se ven empresarios y exhibidores menores, aunque en el peor de los casos viven desahogadamente.
Surgieron los primeros chispazos cuando -hace unos años- las distribuidoras le pidieron ayuda en los lanzamientos publicitarios. La negativa, en la mayoría de los casos, fue fulminante. Y se produjo el primer sin sentido, la casi total desaparición de la publicidad en las revistas especializadas, cosa anacrónica porque las revistas son, normalmente, las que mejor difunden los productos entre especialistas, y es obvio poner ejemplos porque las publicaciones literarias son el lógico cauce de la publicidad editorial, como las médicas, de los medicamentos e instrumental; la caída vertical de las publicaciones populares cinematográficas fue un hecho muy relacionado con la retirada de la publicidad, publicidad ésta muy superior a la pagada, porque la presencia, es ya una publicidad para la especialidad que trata.
La sucesiva desaparición de “Radio Cinema”, “·Cine Mundo”, “Primer Plano”, entre las últimas que cerraron sus páginas, quitaron –se quiera o no- difusión al cine (mientras que la aparición de otras, hacen publicidad de la televisión y la discomanía.
El silencio de esos altavoces en la feria del público dejó que la atención de la masa se desviara hacia otros objetivos que voceaban su mercancía; no ésta u otra mercancía, sino la gran mercancía Cine.
La consecuencia -no única, pero sí importante- fue fulminante. La proliferación de las tiendas de discos, de tocadiscos, de transistores, de televisores, de talleres, de establecimientos de repuesto y accesorios y la tranquilidad para ir al cine. Tranquilidad que no existía hace cuatro años, cuando para ir a la película que se había pensado se tenían que tomar las localidades por la mañana o el día antes, había que poner un duro ante los ojos de las taquilleras para que sacaran las de quienes no habían retirado su encargo o recurrir a una reventa numerosísima que voceaban tranquilamente su tráfico en la fila de los que temían quedarse fuera. Ahora el panorama es muy otro, lo corriente es que la sala esté medio vacía o tercio vacía. Sólo se dan llenos en determinadas películas, y el recorrer de punta a rabo la Gran Vía madrileña sin encontrar nada en ningún sitio es, como los gasógenos, cosa olvidada.
Textos escritos en 1965 por FÉLIX MARTIALAY