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CRITICA
Por: PACO CASADO
La nueva película de Pedro Almodóvar cuenta unos recuerdos de Salvador Mallo, antaño aclamado director de cine, ahora en declive, consciente de que sus mejores años han pasado, de aquellas personas que marcaron su vida desde su juventud hasta su madurez personal y profesional en que sufre por no poder rodar debido a sus dolores, algunos de ellos físicos como los de la espalda, otros emocionales, de su infancia en los años 60, cuando tuvo el primer deseo, su amor adulto y la pena de su ruptura antes de tiempo, la escritura como sustitutivo para olvidar, el descubrimiento del cine y la incapacidad de poder rodar más y la búsqueda urgente de narrarlo todo y en ello hallar la solución.
Es tal vez la más íntima y sobria de las suyas en sus 40 años de carrera, en la que Antonio Banderas se mete en su piel y en su alma, se convierte en él y capta con humildad y respeto la vida de este famoso director de cine, en un momento bajo de su existencia en el que su cuerpo le provoca fuertes dolores y su memoria emocional le trae malos recuerdos, en la soledad del que lo tiene todo pero no lo puede evitar.
Pero hay también otro hombre que es Alberto Crespo, que interpreta Asier Etxeandía, en el que el manchego se desnuda y entre los dos se reparten sus inquietudes e inseguridades, sus fantasmas personales y de creación, fundamentales en su vida, en los que pasado y presente se funden.
Habla de la creación, de la dificultad de separarla de la propia vida y de las pasiones que le dan sentido a la esperanza.
Tiene mucho de autorretrato de Almodóvar a sus 69 años, aunque dice que nunca ha tomado heroína y que no ha vivido en una cueva, ni que muchas de las cosas que se cuentan son suyas porque no se trata de una autobiografía.
Banderas lo imita en todo, en sus gestos, en su forma de vestir, en su peinado, habla como él con frases que son suyas, habita en su casa, pero no es una imitación cómica, sino muy seria.
En el personaje de Asier Etxeandía se reconoce a un actor con el que se peleó por no hacer lo que le mandaba y en el de Leonardo Sbaraglia, que hace estupendamente de Federico, su amor del pasado.
Es una cinta en la que todo encaja, donde tiene un papel importante Penélope Cruz, que hace de Jacinta, su madre, en sus recuerdos de la infancia, mientras que Julieta Serrano la incorpora en la vejez y ambas están espléndidas.
Es un fantástico ejercicio de auto ficción libre, conmovedor y emotivo, con un cierto sentido del humor, que recrea la cultura de los 80 en el que hay mucho de él, algo que todo autor pone, sobre todo al hacer una obra tan personal como resulta ésta.
Como es costumbre no faltan los temas habituales de sus films: la religión, el sexo, sus miedos, sus canciones, sus alegrías, su infancia, la amistad, sus amores, la muerte y entre ellos las referencias a su madre y muchos más del cine almodovariano.
Lo hace con sinceridad al mostrar la realidad de lo que cuenta, con su complejidad emocional, al ajustar cuentas con el pasado ante la soledad y el miedo al presente.
Una historia que nace desde su propia vida, navegando entre la ficción y la realidad que aprendió de su madre a través de las cartas que les leía a las vecinas del pueblo en las que les decía las cosas que querían oír y que ella conocía, en lo que es una gran lección de la diferencia entre la realidad y la ficción.
Un título que encierra la vida misma que oscila entre esas dos palabras, donde está el éxito de Almodóvar, uno de los grandes de nuestro cine, que deja parte de él en cada una de las que hace pero se ha olvidado muchas cosas que decir todavía.
A veces adolece de estrategia dramática y nos resulta en este sentido algo lenta, plana y falta de ritmo.
Una vez más los actores están espléndidos, con un fotografía luminosa de José Luis Alcaine, que es la séptima vez que trabaja con él, así como de nuevo la música de Alberto Iglesias.
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