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RITICA
Por: PACO CASADO
Puede haber muchos motivos por los que una persona se presta a colaborar con una ONG: un afán de ayudar al prójimo, un refugio contra la soledad, una forma de practicar los conocimientos adquiridos en una carrera que no encuentra trabajo, una manera de contentar la conciencia y así podríamos encontrar muchos más que el lector podría añadir.
Marisa es una veterana doctora, que está recién jubilada, que se encuentra sola y decide marcharse como voluntaria a un campo de refugiados griego, en Lesbos, satisfaciendo así el deseo de sentirse útil.
Cuando llega se encuentra como gallina en corral ajeno, ya que no sabe qué hacer y resulta que todas sus iniciativas están coartadas por las normas que rigen en el campo que ella desconoce por completo a las que se oponen su buena voluntad.
Esas normas parece que son más importantes que tener iniciativas y ayudar, controlándolo todo, que no permiten ni dar un poco cariño a los chiquillos.
Las normas imponen una deshumanización del sistema más que un interés por integrarlos y acogerlos dándoles amor ante su adversidad, que a veces las hacen ineficaces.
Un día aparece por el campo un crío de pocos años con un perrito en brazos, que no habla debido al trauma de haber perdido a sus padres.
Tiene una rodilla desollada y ella se la cura, pero Carol, la jefa del campo, le dice que debe llevarlo a la Cruz roja, a lo que ella responde que aunque esté jubilada aún no se le ha olvidado cómo poner Betadine.
Con el tiempo se encariña con el niño, que no habla y que no se separa en ningún momento de su perro.
Un día lo sigue y ve que se encamina a un campamento de refugiados y uno de los niños de informa que ellos no son su familia, que apareció por allí, ellos lo acogieron pero que sus padres han muerto.
Con Ahmed, que así se llama el crío, Marisa siente la necesidad de cuidar a alguien, de sentirse abuela, de creerse útil a pesar de sus años, comienzan a desvanecerse, hasta el punto de querer adoptarlo, pero las leyes que imperan en ese momento lo hacen poco menos que imposible, lo que no deja de ser una injusticia, aunque a veces ese acto de generosidad, no sea más que la necesidad de rellenar un vacío en la persona.
De alguna manera se muestra la labor que hacen las ONGs con esas personas desvalidas pero con unas reglas muy restrictivas como se muestra en esta película que a veces parece que va en contra de la buena voluntad de sus integrantes lo que hace que sea ineficaz su labor en ocasiones.
El film tiene dos mitades, una primera de la llegada al campo y su adaptación a las costumbres y normas y una segunda a partir de la aparición de Ahmed en el que Marisa encuentra un motivo para combatir su soledad y un objetivo para su estancia allí, hasta que decide la posible adopción del pequeño huérfano sirio huyendo con él a Atenas.
A parte de esa posible crítica a esas estrictas reglas de las ONGs, deja un final desesperanzador sin una posible solución positiva para el niño y para Marisa que ha encontrado un objetivo en su vida.
Tiene la cinta esa primera parte casi de documental, mientras que la segunda se convierte en un drama más personal de esa mujer, incorporada estupendamente por la actriz Carmen Machi en un personaje conmovedor que asume de forma convincente, que se convierte en la brújula que nos lleva a descubrir por dentro el funcionamiento de las ONGs.
Se trata del segundo largometraje que realiza la directora catalana Nely Reguera tras debutar con María (y los demás) (2016) que fue bien acogida por la crítica, para el que escribe un guion preciso con una apariencia inocente en principio pero que lleva en su interior una crítica hacia ese tema que ella bien conoce desde dentro al haber sido cooperante en uno de ellos.
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