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CRITICA
Por: PACO CASADO
Esta película, la número 17 de Woody Allen, en principio no añade nada nuevo, pero sí nos da una faceta distinta del genial judío neoyorquino.
Hasta ahora su filmografía estaba claramente dividida en dos tipos, las cómicas y las serias.
Tanto en unas como en otras, lo que hacía era contarnos sus complejos, sus crisis, sus traumas y sus actitudes ante la vida.
'Otra mujer' (1988) con pertenecer a la segunda clase, sin embargo, Woody Allen deja a un lado sus inquietudes y comienza a fijarse en las de los demás.
En este caso concreto, trata de analizar a la pequeña burguesía neoyorquina establecida tanto física como espiritualmente, que oculta sus problemas en una posición acomodada o acomodaticia y ahoga sus preocupaciones en buenas lecturas, asistencia a la ópera, visitando exposiciones de pintura y manteniendo elevadas conversaciones con la intelectualidad.
Aquí Woody Allen se volvió un autor serio tras dejar a un lado las comedias cómicas anteriores.
Todo este panorama antes expuesto nos lo da a través del caso de una mujer, casada, profesora de filosofía en una universidad femenina, esposa de un médico acomodado, que obtiene un permiso para escribir un libro.
Para aislarse del ruido del hogar alquila un apartamento para poder trabajar tranquilamente.
Casualmente y a través de una rejilla que hay en la pared, escucha la conversación de una señora que está embarazada, que visita a su vecino de pared que es su psiquiatra, lo que perturbará la paz interior de Marion haciéndole reflexionar si su propia actitud ante la vida no ha sido cobarde y acomodaticia y lo que hubiera preferido ser es como esa mujer que se confiesa al psiquiatra, más abierta, liberada, más generosa, menos egoísta, rodeada de hijos y no haber abortado en el momento de tenerlos, en lugar de haberse adaptado a un vivir acomodaticio, un tanto cobarde, sin hijos por miedo a perder la comodidad.
Ella se llama Hope (Esperanza), lo cual no deja de ser significativo, como el nombre del cuadro de la mujer embarazada que vio en el museo, a la que incluso se parece.
A partir de ese momento cambiaría su vida brillante por esa otra más oscura y feliz al mismo tiempo, aunque en algún momento pase por la desesperanza, el desencanto o el amargor de lo imposible.
En esos momentos reconoce que su matrimonio tal vez no haya sido el adecuado y que su relación con su antiguo novio hubiera sido más conveniente y acertada.
Ella es como la voz de la conciencia de un pasado que no llegó a existir, como la propia juventud que dejó escapar para terminar siendo justamente todo lo contrario.
Cuando toma conciencia quiere que no se le escape, como si algo suyo se le fuera y que no había poseído nunca.
Todo un canto a la mujer liberada, en una reflexión honesta y profunda, hasta penetrar en el alma de esta mujer, es la que nos hace Woody Allen en este film, a través de un guion en el que cada pieza, cada personaje, encaja perfectamente en su lugar, enriquecido al máximo, sugerente en todo momento, reflexivo siempre y encontrando al actor adecuado en cada caso, con una sobria y serena Gena Rowland, un escueto Gene Hackman y un seguro Ian Holm, junto a otros actores y actrices más jóvenes que actúan por primera vez con Woody Allen, salvo Mia Farrow, su musa actual, que conoce bien su mundo, su cine, su filosofía de vida.
Woody Allen fustiga de alguna manera a esa pequeña burguesía neoyorquina a la que pertenece su protagonista.
Sven Nykvist, fotógrafo habitual de Ingmar Bergman, nos ofrece una dorada y nostálgica Manhattan, en un acercamiento cada vez mayor al cine de su maestro Ingmar Bergman al que cada vez se aproxima más Woody Allen, tanto en el estatismo de la cámara como en la iluminación, los encuadres o la composición del plano, como en su acercamiento al alma de los personajes como si fuera el elemento que le faltaba, para acercarse cada vez más al cine del gran maestro sueco.
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