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CRITICA
Por: PACO CASADO
Los grandes genios del cine cuando hacen una película la suelen tener en su cabeza y cuando ruedan lo que hacen es tratar de reproducir lo más fielmente posible lo que han imaginado a partir de un guion previo.
Don Quijote, acompañado de Sancho Panza, cabalga por la España de los años 60 dispuesto a realizar cualquier hazaña en nombre de su amada Dulcinea.
El hidalgo caballero será testimonio de la desolación de la sociedad española sometida al miedo de la dictadura.
Este personal proyecto de Orson Welles, que adaptaba a su manera la famosa obra de Cervantes, fue rechazado por los estudios en 1965, pero quiso sacarlo adelante como fuera.
Invirtió su propio dinero en él, permitiéndose así una total libertad creativa, rodando en condiciones adversas y cuando su apretada agenda se lo permitía durante unos 15 largos años, pero finalmente lo dejó inacabado.
Lo cierto es que cuando Orson Welles murió el 10 de octubre de 1985, se llevó con él a la tumba su Don Quijote, ese que fue rodado, a ratos perdidos o cuando tenía dinero, entre los años 1957 y 1963 en diversas partes del mundo: México, Italia, España..., con varios cámaras y en distintos formatos, acerca de su visión del famoso personaje cervantino.
Tras su exhibición en la Expo 92 de Sevilla ahora podemos volver a contemplar este Don Quijote (1992), que por supuesto no es el auténtico que nunca existirá, sino la versión de dos de sus más fervientes admiradores, Patxi Irigoyen y Jesús Franco, que decidieron recuperar el material y darle vida y han interpretado, a través de las notas que dejó el realizador, qué podía ser lo más aproximado posible a lo que hubiera sido, pero que ya nunca podremos saber.
No fue una tarea fácil ya que tuvieron que buscar el material por todo el mundo que estaba en varios formatos diferentes que debieron unificar y además limpiar.
Conocemos que Welles no estaba satisfecho de todo el material, que incluso hubo escenas que deseó rodarlas de nuevo, pero la muerte de los dos actores se lo impidió.
En esta versión se echa en falta esa rapidez y agilidad narrativa que tenía en sus obras.
No cabe duda que su sello está impreso en el film, que las genialidades existen en muchas secuencias, que su visión de aquella España de los años 50/60 está en las imágenes mezcladas con los diálogos cervantinos, con las salidas de tono de Sancho Panza, junto a la seriedad y adustez de Don Quijote.
Resulta más conseguida, con una mayor belleza y grandeza la primera parte que la segunda, en la que se pierde un poco el ritmo.
Tal vez falten personajes y posiblemente sobren algunas escenas, pero lo que no se le puede negar es el indudable acierto en la elección de esos dos formidables actores que son Francisco Reiguera y Akim Tamiroff que dan perfectamente el físico y el espíritu cervantino.
Es una pena que la fotografía no sea todo lo brillante que Orson Welles hubiera deseado, y que solía ser habitual en sus obras, pero pensamos que los distintos formatos y el paso del tiempo han hecho mella en el material.
Aunque se trata de un ejercicio interesante, no dejó de levantar controversias relacionadas con la ética cinematográfica.
De una forma o de otra hay que considerar que es una cinta mítica que indudablemente ha pasado a formar parte de la historia del cine y que los buenos aficionados sabrán contemplar con la curiosidad y reverencia que se merece.
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