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CRITICA
Por: PACO CASADO
“El topo”, de Alejandro Jodorowsky, se estrenó en Nueva York en 1971, convirtiéndose al poco tiempo en el gran éxito de los cauces marginales y un título mítico de la época, con amplia repercusión en los círculos vanguardistas de todo el mundo.
La personalidad de Jodorowsky merece reseñarse aunque sea bravamente.
Escritor chileno de origen ruso, afincado en México, inició su actividad en el campo teatral, y en 1953 se instala en País, donde estudia mimo, llegando a colaborar con Marel Marceau. En 1962 funa, con Roland Topor y Fernando Arrabal, el desaparecido movimiento “Pánico”.
Con “El topo”, Jodorowsky se adentra en el mundo del cine, habiendo realizado con posterioridad dos cintas más: “La montaña sagrada” y más recientemente “Tuak”.
Antes que nada cabe señalar la absoluta responsabilidad de Jodorowsky en el resultado de la película, ya que casi todo, desde la música al montaje, de los decorados a la interpretación, pasa por las manos y la febril mente de Jodorowsky,.
“El topo” puede abordarse desde muy diversos puntos. En primer lugar, puede tomarse como una parábola, la del topo, cuya vida -como explica la voz en off al comienzo- transcurre cavando bajo tierra en busca de la luz hasta que el sol lo ciega y muere.
En realidad, las disgregaciones ideológicas dejan paso en muchas ocasiones a una delirante puesta en escena, donde Jodorowsky vuelva su barroquismo visual, su fértil imaginación y su inclinación por lo surreal.
Para ello, Jodorowsky elige como vehículo un género, el western, cuya filosofía posee vinculaciones claras con sus presupuestos. Pero Jodorowsky realiza una explosiva combinación de misticismo y violencia, cuyo resultado es un western-bíblico, que toma como fuentes el Éxodo, los Profetas, los Salmos o el Apocalipsis.
No resulta fácil describir la trama de “El topo”, cosa que en muchos momentos carece, por otra parte, de importancia. Lo que comienza como una típica persecución de bandidos por el justiciero, adquiere pronto connotaciones místicas, con la búsqueda de identidad que suponen las diferentes pruebas en las que el héroe ha de enfrentarse a los maestros. Tal vez podríamos decir que la violencia es el motor de toda la historia, que culmina con la inmolación redentora del protagonista quemándose a lo bonzo.
“El topo” , es preciso señalarlo, no es el cine que acostumbra a verse en una pantalla. Es una obra concebida con total libertad, que elude los esquemas al uso; tremendamente rica y original, irregular sin duda, aburrida a veces pero apasionante en muchas otras, iconoclasta y mitificadora a un tiempo, y que esconde una notable lucidez.
Todo se representa a modo de Gran Teatro del Mundo: un “collage” en el que Jodorowsky pasa revista a la hipocresía social, el fanatismo religioso, el capitalismo, a la marginación, plagado el conjunto de referencias culturalistas. Con toques poéticos, con excesos propios de su cargo surrealista, “El topo” queda como una obra intemporal, de gran originalidad, que, a nuestro entender, no resulta fallida sino más bien demasiado ecléctica y poco perfilada, mezcla curiosa, por encima de todo, de elementos clásicos y vanguardistas.
A la fascinación que producen sus imágenes contribuye especialmente la colaboración de Jodorowsky con Rafael Corkidi, cuyo trabajo visual supone sin duda un elemento capital en una obra de estas características.
La fotografía de Corkidi, pálida, esencial, en escenarios naturales, y matizada en los interiores, es el perfecto estilo plástico que Jodorowsky necesitaba para su barroca imaginación.
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