En el panorama cinematográfico mundial, a partir de lo que podríamos llamar "frontera generacional"...
... línea divisoria bien determinante, existe un grupo de realizadores a los que no se les puede calificar de geniales, a menudo simples segunda categoría, pero haciendo siempre CINE con mayúscula, auténtico cine de acuerdo a ciertas leyes básicas de la imagen en movimiento a partir de las cuales se ha ido creando una estética que los grandes maestros han ido diveriendo hacia estilísticas propias.
La fuente original es, sin embargo, la misma: el cine en su máxima expresión, una carga deslumbrante, de imágenes creadoras por sí mismas (y a través de la voluntad creativa del autor) de ese instante total que establece la relación directa entre el creador y nosotros.
La fuerza de este cine clásico, preñado de compromisos comerciales, bien poco libre, es la propia imagen: su grandiosidad no está nunca ajena a su verdadero espíritu.
Es el cine de Clarence Brown, de Negulesco, de Hathaway, pequeños maestros de la narración, arquitectos modestos de la imagen, sin grandes pretensiones de trascendencia, que saben desaparecer a tiempo en un edificante ejemplo de objetividad creadora.
Es el cine americano que nos ha estado gustando y seguimos gustando aún, su sencillez es la de la anécdota, su efectividad la de las relaciones directas. Cine que va al público y es el público, saboreado, recordado por él a través del tiempo y la distancia.
Este cine olvidado por la crítica, menospreciado hasta la anulación en la mayor parte de las antologías, es, en realidad, el que el público no olvida y es, esencialmente, el que hace a sus mitos.
A partir de aquí la modestia de la producción comercial adquiere caracteres de importancia suma: lo que ha estado considerado como producto financiero, todo lo más como entretenimiento vulgar, pasa por obra y gracia de una programación sucedida en un lugar y un instante de nuestra vida, a formar parte de nuestro recuerdo; este cine deviene, desde su ingreso en nuestra pequeña adoración sin pretensiones, amable como él mismo, un elemento subjetivo, ingrediente vital del mundo que nos rodea y del que participamos y en el que participamos.
Este cine del público, con sus figuras populares, sus motívos dramáticos, estéticos y ornamentales devenidos ya tópico, sus características inconfundibles, ese cine con características de la Metro, Fox o Warner, tanto o más que sus características Negulesco, Brown, Hathaway, este cine de siempre es el motivo de un inspirado homenaje a cargo de Richard Quine, con Audrey Hepburn y William Holden de intrumentos deliciosos.
Su título Encuentro en París (1963), o una variación del cine dentro del cine en una americanización de Marienbad y ciertas actualizaciones del gran "Brigadoon" mimelliano.
Por otro lado Encuentro en París no es sólo típicamente americana en sus situaciones, sino que empieza a serlo ya (aparte de su dialéctica ensueño-realidad, básica del americano medio) a partir de la transfiguración de la historia.
Con las acciones paralelas de Audrey y Holden imaginando y viviendo el guion, la historia deviene estética en ella misma, en el sentido del que se hace absolutamente determinante de su realidad física. Mejor dicho, la historia deja de existir y es esta realidad la que se impone.
En todo momento el film es un milagro que existe por si mismo. Además, los chistes en privado abundan y son sencillmente grandes.
Texto escrito por Ramón Moix en 1964.