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CRITICA
Por: PACO CASADO
En un momento en el que se habla de crisis en el cine, la cinematografía norteamericana nos viene a demostrar, una vez más, que los temas no están agotados, y lo que es más curioso, nos lo demuestra con una película que es casi un documental, siendo este género, como es, uno de los más antiguos y primitivos del cine.
Para ello no hay más que hacer entrar al espectador en un mundo diferente, sumergirlo en él y entusiasmarlo con algo distinto a lo que está acostumbrado a ver en una pantalla.
De esta manera se despierta en el espectador esta curiosidad innata que todos llevamos dentro, ese querer conocer algo que desconocíamos hasta el momento en que nos ponemos a descubrirlo.
Animado por esa curiosidad el espectador se siente ganado y llega a familiarizarse con el ambiente y una vez en ello, se deja conducir de la mano del realizador y de los guionistas.
En el año 1825 unos indios sioux capturan a un aristócrata inglés, Lord John Morgan y durante su estancia entre ellos comienza a conocer su forma de vida y finalmente es aceptado como parte de la tribu y como tal aspira a convertirse en su jefe.
El film que comentamos es una desmitificación del indio, el que estamos acostumbrados a ver la pantalla como el malo, enemigo del hombre blanco, que trata de colonizarlo, cuando en la mayoría de las ocasiones lo único que hace es desposeerle de sus tierras y adueñarse de ellas relegándolo a una reserva donde se mueren de hambre y de nostalgia por faltarle la libertad.
Únicamente había que darle la vuelta al tema y prestar atención a ese enemigo de mil batallas y conocerlo a fondo, en este caso el indio de la raza sioux.
No cabe duda que es un pueblo inculto, pero no por ello hubiera de ser despreciado.
A pesar de todo tiene sus costumbres, sus ritos, sus tradiciones, el culto a los muertos, su organización en tribus y familias donde se venera a un dios y se respeta a un jefe en el que se centra todo el valor de una raza.
Elliot Silverstein ha querido rendir su homenaje al indio sioux, como en otro momento lo hizo John Ford con el pueblo cheyenne en El gran combate (1964).
La historia que se nos cuenta, que fue escrita para una serie de televisión (1957) interpretada por Ralph Meeker, no era fácil de plasmar en imágenes, dada la dificultad idiomática y de comprensión por parte del espectador, pero gracias a haber contado con un buen equipo de especialistas en la historia de aquel pueblo, el relato de Dorothy M. Johnson, una de las escritoras más versadas y documentadas en el tema, autora entre otros argumentos cinematográficos como los de El hombre que mató a Liberty Valance (1962), de John Ford y El árbol del ahorcado (1959), de Delmer Daves y debido incluso al trabajo de intérpretes de algunos de los indios auténticos supervivientes de esa raza, se ha podido lograr un buen documento y un notable espectáculo fílmico.
Entre los especialistas hay que nombrar aquí a Yakima Canutt, como director de la segunda unidad, que fue el famoso doble en La diligencia (1939), de John Ford.
A pesar de la veracidad y la crudeza de algunas escenas, la versión cinematográfica lima algunas aristas excesivamente cortantes de la novela, pero sin duda están expuestas aquí con todo realismo y muy logradas en todo momento.
Tiene así la cinta un doble aspecto: el del valor documental con la exposición de la forma de vida y de las costumbres de todo tipo de ese pueblo y otro segundo más espectacular y quizás por ello no menos válido, aunque no menos importante, ya que en este terreno Elliot Silverstein no se siente tan seguro.
Es un director inteligente, de una gran agudeza e ingenio como lo demostró en La ingenua explosiva (Cat Ballou) (1965) o en El suceso (The happening) (1967), pero quizás no haya llegado todavía a ser un realizador maduro, al que le falta la experiencia que dan los años, pero tiene cualidades que pone aquí a prueba, como por ejemplo una buena dirección de actores que no sólo la salva sino que sale airoso de ella, consiguiendo un trabajo sencillamente magistral del principal actor Richard Harris que posiblemente sea uno de los mejores de su carrera.
Si a esto se le añade una buena fotografía de Robert B. Hauser y la apropiada música de Leonard Rosenman, aunque con unos ligeros baches narrativos, podemos decir que se ha logrado una gran película.
Ganador del Wrangler de bronce en los Premios Western Heritage.
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